CENTENARIO (2).

Recuerdo que el artista Cristián Silva produjo una obra que podríamos calificar de letrista, en la que hacía intervenir solamente tres letras, efectivamente: B.R.P. Como era habitual en su trabajo, buscaba deslizar una variante interpelativa provocada por la ambigüedad del signo, destinada a producir la asociación inmediata con la Brigada Ramona Parra. Las letras, obviamente, debían ir pegadas al muro, como si formaran la sigla de una empresa, cuando en verdad, sabía que dicha sigla resumía el contenido de una consigna. Aunque de hecho era –como se diría hoy día- un “emprendimiento” de pintura mural. Sin embargo, para Cristián Silva, este trabajo era una operación lingüística referida al imperativo clasificatorio de los géneros con que la academia resuelve su condición de insistencia: BODEGÓN, RETRATO, PAISAJE (B.R.P).

Al pensar en el libro “Centenario”, hago que el letrismo de la obra de Cristián Silva anticipe la distribución zonal que deben tener las colecciones públicas. Inconscientemente, lo que su obra hace, sin que sus autores lo hayan previsto, es determinar el plan del libro, porque estas son las tres zonas decisivas, con sus extensiones y subdivisiones, que ponen en riesgo sus miradas, ya que tanto en sus selecciones como en la elaboración de los textos, se someten a la necesidad injustificada de establecer una continuidad entre “tradición” y “ruptura“. Más bien diluyen una tradición en provecho de una ruptura que vive pidiendo permiso. Este no es un problema de los autores, sino de la escena chilena. El punto de duda se sitúa en la persistencia de un curioso deseo de continuidad, como si no pudiese soportar la desavenencia de su origen. Es decir, que al tomar en cuenta el conjunto de la colección, la tradición siempre sobre-determina la ruptura. No basta con que el cuerpo en el arte aparezca en un capitulo aparte, ya que no se establecen las condiciones para una lectura de ruptura, si ruptura hubo, reproduciendo la vigencia de una mirada darwiniana sobre la colección. Y más que nada, sobre la representación fóbica de la carne en la pintura chilena.

No basta con que el cuerpo en el arte aparezca en un capitulo aparte, ya que no se establecen las condiciones para una lectura de la ruptura que produce un desmantelamiento de las formas que en 1976 asumen la relación entre los decible, lo legible y lo pensable del arte chileno. En el libro, la corporalidad y sus representaciones críticas aparecen como una consecuencia lógica de algo que no se tipifica como un sistema de represión de la figuralidad de los cuerpos.

La operación consiste en someter a lo que podría ser calificado como ruptura, bajo la presión extensible de la tradición, como en le caso del capítulo sobre el retrato. Porque una cosa es hablar de la historia del retrato en la pintura chilena, y otra cosa muy diferente es someter la historiografía a los imperativos analíticos de la historia del rostro, cuando no se aborda la discontinuidad tecnológica en la reproducción de la rostroeidad en la fotografía chilena. Esta satisface -al parecer- la pictoricidad no asumida de la historia del retrato en la fotografía; es decir, de cómo la fotografía trabaja desde el subsuelo de la pintura y de cómo la pintura se somete a las invectivas formales de una tecnología que declara su incompletad simbólica para reflejar el “espíritu del tiempo”.

No se puede hablar del rostro de Chile, sin hacer referencia al “Rostro de Chile” (la exposición de Quintana). En este terreno, la sobre-dittbornización de los discursos historiográficos le hace un caro favor al estudio de la historia, porque le imprime una lógica de (d)efecto reversivo.

El asunto se vuelve más complejo y contradictorio en relación al paisaje, porque de la selección, lo que se difiere es una gran secuencia de tomas de vista panorámicas de un territorio en situación de pérdida, que antecede la serie de imágenes eréctiles que reproducen la frondosidad de unos árboles emblemáticos. Un árbol no hace paisaje, así como los árboles no dejan ver el bosque. Pero lo cierto es que la pintura de árboles precede la figura del desfallecimiento clase mediano de la pintura chilena que resume en la fijación del “objeto cotidiano” la representación del “objeto caído”, habilitando una derrota institucional irreparable. Es decir, una derrota representacional cuya percepción ha sido retenida por la política del propio museo, de manera eficaz. Entre otras cosas, produciendo este libro.

Donde las cosas se ponen más complejas es en el paso sin explicaciones plausibles del “paisaje natural” al “paisaje cultural“, dando pie a una lectura mecánica de las transferencias tecnológicas de la imagen, entre pintura (lo natural) y fotografía (lo cultural), entre panorama de “plein air” y encuadre de ventana de casa clase mediana depresiva. Hay que entender que las nociones de paisaje cultural y paisaje social son producto de un forzamiento discursivo cuyas condiciones de aparición en el debate se dan por sólidamente asentadas. No es así. Por poner un ejemplo: los sitios eriazos como objeto de pintura no producen ni reponen un concepto de paisaje, ni siquiera urbano, sino que hablan de la suspensión temporal especulativa que anuncia la transformación del contexto en que dicho sitio es emplazado a título de inversión retenida. En cambio, la serie de árboles que define una línea en la propia colección, merecería un análisis diferencial, ya que puede ser entendido como un sustituto simbólico del propio autorretrato; es decir, que probablemente habría que tomarlos como indicios de una historia desplazada de la rostroeidad en la pintura plebeya.

Los plebeyos como Burchard y Abarca solo pintan árboles que luchan por mantenerse erguidos, no solo en el campo figural; mientras que los pintores oligarcas como Onofre Jarpa pintan amplias panorámicas, que abarcan grandes porciones del territorio. O sea, en la colección están disponibles las piezas de una soterrada “lucha política” que reproduce y fija las fobias del imaginario pictórico chileno consecuente con una episteme de mediados del siglo XX. Es decir, de cuando Balmes inventa la contemporaneidad de Burchard. Aunque no se puede quedar uno satisfecho con las menciones sociológicas de eficacia reducida, para dar cuenta de un momento de la colección dominado por el ascenso del “movimiento de masas”. Dicho sea de paso, uno de los elementos cruciales de la política de adquisiciones del museo ha sido la puesta en relieve de las condiciones propias de su consistencia. A tal punto que este es uno de los mayores logros del libro.

Por ejemplo, en el caso de Gonzalo Díaz, una obra como “Los hijos de la dicha” (1979) es incorporada a la colección desde el hecho de haber sido gran premio en un concurso realizado durante la dictadura por una colocadora de valores, mientras que “Pintura por Encargo” (1985) fue producto de una adquisición reciente. No es menor el dato sobre la diferencia de fecha entre su ejecución y su ingreso a la colección. La diferencia de las coyunturas de ingreso a la colección permite producir la historia desde la circulación de las obras en los aparatos de acopio y de reconversión patrimonial.

Lo que debiera primar en textos alusivos a los manejos y puesta en valor de las piezas de una colección, es el contexto de sus incorporaciones y el valor diagramático implícito en que dichas piezas legitiman un contexto determinado. En este caso, la incorporación de “Los hijos de la dicha” (1979) a la colección define un límite de tolerancia en el propio museo, en lo que se refiere a la ejemplaridad de una pintura que señala el estado de un debate, en ese momento específico, entre la política de la carnalidad en Díaz y la despolitización atribuida a la pintura practicada por quienes en 1978 fueran sus alumnos y que irrumpen en la escena pictórica con la fuerza de una irracionalidad encubierta. De ellos no hay piezas significativas en la colección, pudiendo el museo haber adquirido piezas cercanas a 1980. De todos modos, resulta impresionante constatar la cercanía de piezas de Dávila (1978), Opazo (1979), de Cienfuegos (1980), de Patricia Vargas (1981), que construyen el debate pictórico en el que Díaz adquiere su vigencia. Pero ese debate no tiene absolutamente nada que ver con el que se levanta en torno a las piezas emblemáticas de Lotty Rosenfeld (1979) y del CADA (1979), que dicho sea de paso, obtiene en el mismo museo, el gran premio de la misma colocadora que premia a Díaz, pero en 1981. De Dittborn solo hay obra de 1984, cuando la polémica no reconstruida por los autores de este libro ya pasó a ser otra. La colección debiera contar con obras de Dittborn, pero cercanas a 1978 o 1979, para completar la adquisición de las piezas de convicción que permitirían cerrar la coyuntura específica que daría curso a un nuevo período. De todos modos, el valor de esta colección es que al señalar sus lagunas, indica la necesidad de su comentario discursivo. Y en este embrollo, adquiere total sentido que el museo adquiera, aunque recientemente, “Pintura por Encargo”, que Díaz realiza en 1985, como “despedida” de su pictorialidad paródicamente culposa y que marca su glorioso ingreso al panteón de las instalaciones, destinadas a reparar de modo declaradamente deficiente, una pulsión parricida como no se ha conocido ni verificado en la pintura chilena del siglo XX.

Ahora bien: una situación similar a la que he señalado en relación a la coyuntura de 1979 a propósito de Díaz, Opazo, Cienfuegos, etc, que este libro corrobora, es la que se plantea en las proximidades de 1928, entre Mori, Henriette Petit y Marco A. Bontá. Allí hay otro cuerpo, otra polémica, que supera formalmente a los postcezannianos de fines de los años cuarenta. O sea, que la pintura de fines delos años 20 es más radical que la de fines de los años 40. ¿Cómo asumir esta regresión? Es decir, 1928 es el “antes” de la universitarización del arte chileno. Otro cuerpo. Probablemente, esta ha cimentado el destino fatal de la conversión del arte chileno en un “arte de profesores”, que ya denunciaba Siqueiros en 1942.

Debiéramos tener, en el museo, un Matta lo más cercano posible al año 38. El que hay, “El día es un atentado”, ¡y que no aparece en el libro!, fue realizado en 1942. Habría que formular una política de adquisiciones destinada a colmar los huecos, no tanto por una petición de resolver soluciones dudosas de continuidad, sino para cerrar el carácter de polémicas especificas, que hacen la diferencia en la reconstrucción de la historia del arte local. Es toda una opción privilegiar las obras que Matta realiza en el hall del museo, cuando viaja a Chile para asistir a la transmisión del mando de Allende. Los autores saben cuanto vale esa foto emblemática en que aparece Matta, ayudado por los yeseros que participan en la construcción de la sala que lleva su nombre, bajo la admirativa y atenta mirada de Nemesio Antúnez. De este modo, es fácil entender que la incorporación de las fotos de la intervención de Gordon Matta-Clark en el museo no haya aparecido en este libro, ya que la donación de Jane Crawford tuvo lugar en los días en que el libro ya estaba impreso. De lo contrario, hubiesen estado. Sin embargo, es bueno saber que faltó algo, ya que eso habla del peso y de la proyección que tiene esta colección, también, por lo que le falta exhibir. Por lo que no desea exhibir.

Para terminar. Este libro –Centenario- se legitima, también, por el gesto de vanidad extrema que significa ponerse simbólicamente en escena, como el lugar de las máximas refacciones e infracciones del arte chileno. ¡Perdón! Desde 1910 ha sido el primer encuadrador del arte nacional. Pero en los años sesenta, re-encuadra su propia función política y se convierte en el síntoma de la subversión del “régimen del arte” chileno. (“Un régimen del arte es un sistema de concordancia entre las maneras de hacer de los artistas, los modos de percepción y las formas de pensabilidad de lo que hacen”. Rancière a Obrist en revista Traversées, ARC, 2001). Por eso, el MNBA es más que un museo, si bien acarrea consigo una endémica crisis de completud. Pero así y todo, lo que expresa es una voluntad de darse a conocer como un espacio de infracción regulada del sistema de las “bellas artes”. Las fotos que exhibe con mayor orgullo son las de la obra de Langlois, de 1969-1970; agreguemos las de Lotty Rosenfeldt de1979 y del CADA, ese mismo año. Los artistas emblemáticamente más infractores no se pueden sacar el museo de encima. Trabajan para el museo. Desde el museo, contando con el museo, para su propia detracción identificatoria. Eso se llama “ideología museal” consecuente. Por más lienzo de oclusión que le cuelguen, aunque les quede corto, la sábana (sudario) solo cubre apenas el hueco, para dejar limpio el frontis de modo que se pueda leer la inscripción del nombre del edificio. Sin la visibilidad problemática de dicho frontis no existe el arte chileno. En este caso, podría haber una obra más de Díaz, en la colección: las fotos de la intervención de ese frontis, de la frase en neón “Unidos en la gloria y en la muerte”, que desplazaba, simplemente, el enunciado escrito en la base greco-latina de la escultura de Rebeca Matte. Por esa razón, el libro comienza en sus primeras páginas por reproducir las fotos del hall del museo, como “winter garden” de la oligarquía que lo levanta para celebrar su propia vanidad, en el momento de mayor visibilidad del quiebre de su unidad simbólica de clase. Para luego, exhibir las fotos del programa plebeyo del propio Milan Ivelic y su equipo, al poner de manifiesto la envergadura de la intervención que significó la apertura de la sala Matta. Estas fotos, sin embargo, denotan la contradicción de la propia interpretación plebeya de la historia del museo; que requiere de la figura de un pintor oligarca, que puede entender el valor de las edificaciones populares –yeso, paja, tierra- porque ya viene de regreso de la arqui-texturalidad de la hacienda chilena.

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