En Rosario, el Museo de Arte Contemporáneo (MACRO) está situado en un silo granelero restaurado, al borde del río Paraná. Lo que fue habilitado como museo fue la estructura de las oficinas y de gestión del molino, que cubren una edificación de ocho o nueve pisos. Por fuera levantaron una estructura de metal y vidrio, con escalera y ascensor panorámico. De modo que las salas se superponen. Es un museo vertical, en que cada sala restaurada posee unas dimensiones proporcionales a un manejo del espacio apropiado. ¿Qué es eso? Se trata de salas ni muy grandes ni muy pequeñas en las que se favorece la exhibición de gabinete o permite ajustarse al rigor de montar piezas solas, con mucho “aire”, desafiando el horror al vacío. Finalmente, es la superposición de salas la que define el guión de los montajes, instalando un orden de lectura estratificado. Es así como la tolerancia del espacio favorece el diseño de guiones expositivos más fragmentados y específicos, llegando a determinar el tipo de obra a exponer. Pero aún así, es posible negociar su acomodo. Lo cierto es que el espacio de recepción determina conceptualmente la expositividad de las obras.
En este marco, las obras de los artistas penquistas fueron magistralmente acogidas, ya que cada una de las salas, de las cinco que dispusimos, definía los ejes de su distribución. En un viaje anterior de Simonetta Rossi a Rosario, ella estableció los ejes de la muestra en función de cada una de estas salas. Es así como el ensayo general que realizamos en Concepción el 15 de marzo pasado contempló la simultaneidad de cinco salas, pero distribuidas por la zona céntrica de Concepción. Ese ensayo respondía más a una lógica intervencionista de carácter blando. Es decir, que no se planteaban una localización de enfrentamiento visual directo fuera de espacios expositivos. Lo cual se tradujo en una verificación del poder de convocatoria del propio Polo de Desarrollo, que demostró que existía un caudal de obras locales que podían comparecer al mismo tiempo y copar la capacidad expositiva de la ciudad.
En Rosario, las obras eran recibidas en un solo espacio estratificado, que permitía disponer la totalidad de los ejes. A lo que se debe agregar el hecho que las salas blancas obligaban a las obras a comportarse dentro de unas normas que son las propias de un museo pulcro y claro en su distribución. Esta era una situación que no se podría haber conseguido ni en Concepción ni en Santiago, donde los recorridos están determinados por dificultades que definen hasta el poder de las obras mismas. De este modo, se ha llegado a producir obras “para la Mistral”, “para Balmaceda”, para un galpón, etc, convirtiendo la miseria espacial en una excusa mal resuelta de “site specific”. La ventaja de haber trabajado unas obras para dos espacios diferenciados, permitió redefinir las capacidades de ubicación y disposición de las obras. De este modo, la exposición en Rosario adquirió una limpieza formal que nos hubiese sido imposible alcanzar en Santiago o Concepción. Y por eso representaba un riesgo formal de marca mayor.
El riesgo no residía solo en la tolerancia de la recepción espacial, sino en el hecho de confrontar estrategias y procedimientos de trabajo en una escena ya definida por una historia “vanguardista”. A ello se agregó la dificultad asumida de tener que rebajar el índice de documentación para enfatizar la presencia de la obra. Exponer esas obras en Santiago cuenta con la ventaja de “la descripción local”. En Rosario no hay lugar para “el tollo”. Cada pieza debió consignar unas definiciones que autorizaron su presencia en el rigor de sus propósitos.