EL MANEJO DE LA MEMORIA.

Siempre lo he dicho: hay algo fascinante e inquietante en la cultura socialista chilena; que su consistencia simbólica dependa de la garantización mercurial.

El domingo 6 de diciembre, dos palabras han definido las coordenadas de la nueva legitimidad de la memoria: desfondamiento y condena. Pareciera que solo cuando la mercurialidad la cobija, la memoria se legitima como un problema de la sociedad chilena en su conjunto. Esto quiere decir que la libre disponibilidad discursiva bajo la que el término deambula, señala finalmente que ha sido desmantelada en su potencial reparatorio.

Evitar en lo posible las interpretaciones de causas; buscar las causas significaría traicionar el sentido moral que debiera animar la edificación del museo. Arturo Fontaine y Carlos Peña coinciden en pronunciar la palabra Causa. Sin embargo, el primero desea pensar en las condiciones del desfondamiento de la democracia, mientras el segundo insiste en la condena de los hechos de violación. En esto consiste la programática diferencia entre el investigador moralizante y el operador pragmático, aunque ambos comparten los términos de un guión que pone sus discursos en secuencia. Lo más sorprendente de Fontaine es que reconoce en el museo aquella instancia destinada a dar una lección a quienes creyeron en el Derecho burgués, solo hasta cuando fueron directamente violentados. La recuperación de la creencia fue directamente proporcional a la violencia experimentada en carne propia.

En cambio, Peña busca declarar la condena como horizonte irrefutable que habilita la sanción por sobre la explicación. En ninguna parte de este guión está narrativamente garantizado que tanto lo uno como lo otro pueda proporcionar garantías suficientes de irrepetibilidad.

El Mercurio, desde hace semanas, publica insulsos artículos sobre la musealización de la memoria. Pero habla de arquitectura. No habla de las condiciones conceptuales y políticas que justifican la construcción del Museo de la Memoria, sino de una abstracción progresiva destinada a sustraer su existencia de todo debate crítico, concentrando sus fuegos en la composición del directorio. Es decir, los agentes de Palacio han privilegiado el mecanismo de la amenaza victoriosa por sobre la política de las condiciones de su edificación simbólica. No se construye un museo, sino que se edifica. Edificar es más que construir.

¿Cómo es posible que los agentes de Palacio cedan el terreno a la explotación invertida del victimalismo? Esta posición introduce el principio según el cual mis muertos son más valiosos que los tuyos. Aunque nadie tome el riesgo de separar las aguas y mencionar que respecto de los agentes del Estado caídos en acto de servicio, la sociedad no ha experimentado la claridad suficiente acerca de la naturaleza de dichos servicios.

El Mercurio define la delimitación de la tolerancia administrativa y política del discurso de Palacio, refugiado en un discurso de prescripción blanda. Por su parte, las agrupaciones de familiares han amenazado con quitar toda garantía ante la sola pronunciación de la palabra amnistía. La tolerancia mercurial relativiza el efecto de lo condenable, abriendo el campo a la mitigación de la falta mediante una inflación de la explicación. Peña advierte: la explicación no justifica. Tiene la audacia de decirlo al interior del propio diario. Este último recurre a Fontaine para comprometer la memoria de quienes colaboraron de modo crítico en el desfondamiento de la democracia.

La palabra amnistía, en este debate, es erigida como la coartada de fondo dispuesta a impedir todo acuerdo posible que signifique disolver una política de conmemoración destinada a bloquear todo duelo posible. Al fin y al cabo, el museo de la memoria no está destinado a musealizar la memoria como producción colectiva, sino tan solo a conjurar la histórica responsabilidad de una cúpula dirigente que montó una concepción de gobernabilidad sobre la borradura de un crimen. Lo que se conmemora, entonces, no es la memoria de las víctimas, sino la memoria orgánica de quienes han convertido a las víctimas en activos de un negocio simbólico y político sin precedentes. El Mercurio conmemora, por su parte, la victoria de su capacidad para re(a)signar las garantías del negocio, porque al fin y al cabo, de los únicos cuerpos de que puede (saber) hablar es de los cuerpos impresos. Los seres de grano no ocupan lugar.

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