Poner a circular los enunciados de Insulza acerca del manejo de la inversión gobernante en el terreno de las memorias, obedece al deseo de llamar la atención sobre las contradicciones que sostiene un proyecto de construcción de un museo de la memoria, en el barrio Matucana.
Si tomamos en consideración la crÃtica de que fue objeto el propósito de Insulza en febrero del 2001, de parte de las organizaciones de DDHH, tendremos a disposición un material de archivo que, sin duda alguna, plantea un problema suplementario a la decisión de construir el mencionado edificio. Digo bien: lo que se construye es un edificio que lleva el nombre de “museo de la memoriaâ€, pero un museo de la memoria en sentido estricto.
Algo similar tuvo lugar con la construcción de un denominado centro cultural, a partir de la conversión en polÃtica pública del gusto delirante de un ciudadano privilegiado avalado por la propia Presidencia, en su momento, y no un concepto operable de centro cultural. Entonces, ni museo de la memoria ni centro cultural, pero en ambos casos, grandes proyectos de arquitectura encubridora.
Lo que tenemos hoy dÃa como tal centro cultural es un hoyo negro que alberga un propósito ritual que no ha logrado ni logrará definir su pertinencia. Lo que tenemos como museo de la memoria es una divagación institucional irresponsable que no ha tomado en cuenta el estado de la discusión continental al respecto. Si ya otros han cometido significativos errores al respecto, al menos eso ha producido una abundante literatura crÃtica que no se ha manifestado en este caso. Se trabaja, pues, desde el desconocimiento histórico crÃtico y desde un concepto de conmemoración subordinado a los cálculos de corto plazo de los operadores de Palacio, como ya es costumbre.
El modelo de simulación institucional puesto en función en el Hospital de Curepto, indica de qué manera dicho procedimiento tuvo el valor de poner en evidencia, no solo las alteraciones orgánicas de una polÃtica de salud, sino las inconsecuencias de una  polÃtica cultural de conjunto. De este modo, la carnavalización cultural chilena es una expansión ministerialmente ampliada del modelo de la avanzada presidencial, como concepto de intervención teatral de la polÃtica. Este es el terreno más explÃcito en que se combinan la seguridad con el teatro de calle.
Lo que se espera es que mientras se construye el edificio llamado “museo de la memoriaâ€, se llame a licitación a través de “chile-compra†para montar un proyecto museográfico en tal sentido. Perdón: ¿cuál sentido? ¿De qué memoria se está hablando? ¿De objetos? ¿De archivos? ¿Cuáles son las delimitaciones restrictivas? ¿Exhibición de piezas testimoniales de las vÃctimas y de sus familiares? Todo esto, sin haber discutido –a nivel de la ciudadanÃa- sobre las implicaciones que tiene musealizar la memoria de la represión; si entendemos que la musealización es, desde ya, una forma institucional compartida de represión. Es decir, ¿cómo hacerlo sin haber puesto en tela de juicio el concepto de museo que está en juego? Pero más que nada, si esa memoria involucrada es musealizable. ¿No serÃa acaso, un nuevo gesto regresivo, reductivo, que pondrÃa a esta decisión en el mismo plano de los enunciados del Insulza del 2001?
Por cierto, en la situación actual, la “cureptización†de la musealidad convierte toda reparación simbólica en un nuevo estadio de simulacro. Los recursos, como se verá, son inagotables para banalizar todo concepto de reparación. Y si esto ha sido posible, la responsabilidad no le corresponde solo a los operadores de Palacio en la materia, sino también a las organizaciones de defensa que, han entrado en un tipo de impunidad argumental que se asemeja al enunciado del propio Insulza. Según esto, no habrÃa derecho a hablar ni a ejercer la crÃtica sobre estas cuestiones, ¡porque no serÃamos familiares! De modo que tanto Insulza como las organizaciones de familiares, al final, apelan al mismo tipo de expediente: el manejo de las memorias.
Tenemos, entonces, una situación de impasse entre diversas estrategias de manejo de las memorias, destinadas de manera inconsciente a promover la explotación encubridora de las memorias militantes. Porque si hay algo que la victimalización convulsiva del problema ha logrado establecer, ha sido el goce del provecho exclusivo de su ghettización. Lo cual no hace sino encubrir, como he sostenido, las responsabilidades polÃticas y éticas de quienes en nombre de una “orgánicaâ€, decidieron la muerte de algunos otros, en virtud de un análisis polÃtico errado, erróneo y errático de las fuerzas en presencia.
En el esquema maniqueo en que la discusión se entrampa a propósito, ni Insulza, ni las organizaciones de familiares, ni los operadores de Palacio, asumen la figura del impulso de muerte que está presente en la base de toda memoria partidaria. La lucha por la pervivencia de una “cultura de la vidaâ€, como se suele decir hoy dÃa, pasa necesariamente por la crÃtica de la “cultura de muerte†que ha estado en la cuenca de la propia memoria militante.
En relación a lo anterior, el valor del enunciado de Insulza reside en que lo ejecuta en nombre de la razón de Estado y saca premio por ello. Lo que se olvida es que las condiciones de dicho enunciado están en la base misma de la Concertación, cuando formó el pacto regulado de olvido, que supone una transición reparatoria simulada, cuyos lÃmites y tolerancia ha sido definida por quienes han montado su carrera en la defensa de las vÃctimas, para finalmente, sustraerles el poder delegado de unas voces que jamás fueron propias.
Las memorias militantes y sus diagramas policÃacos buscan blanquear sus responsabilidades especulando con la memoria de las vÃctimas. ¿De esto se puede hacer un museo? ¡Qué bien! Será todo un desafÃo montar un dispositivo de exhibición sobre las condiciones históricas y orgánicas del pasado reciente remoto.
¿Dispositivo de memoria? ¿Memorias de unas luchas diferidas? Al final, de lo que no se habla, siempre, es de los cuerpos. Los cuerpos que faltan, en su falta misma. Tampoco, de sus imágenes perdidas. En fin, de las condiciones que habilitaron su abandono. De eso, no habrá imagen. No porque no existan los documentos, sino porque han sido retenidos por las prácticas de una conveniencia compartida.