Pequeña Gigante.

 

¡Qué duda cabe! Carmen Romero se ha convertido en el personaje cultural del año. Habrá que inventar un Premio Altazor para la promoción cultural exitosa. El Festival Teatro a Mil es un modelo de gestión de masas convocadas por una noción balsámica de la puesta en escena, que ha sabido jugar a dos bandas: trae a Pina Bausch para satisfacer la demanda de radicalidad de la élite y produce a Royal de Luxe para conformar la desesperada demanda de maternación de las masas.

 

 

Su empresa es un éxito a tablero vuelto que dispone de los dos sitios emblemáticos de la representación teatral chilena: el Teatro Municipal y La Calle. Para el primero montó una obra que sanciona la memoria de la vanguardia. Para la segunda, montó una extensión popular de Coppelia, en ralenti. El título del ballet de referencia sirve de fondo para comprender el terror arcaico que produce la versión criolla del “viejo del saco”. Este malestar sería condensado en la muñeca gigante y traspasado a los agentes de masas y guardias que hacían amago de contenerla, usando la ciudad como escenografía de intervención. Todo calzaba.

Incluso, daba para pensar que la obra había sido contratada por el Ministro Espejo, con el objeto de preparar simbólicamente a los usuarios para el inicio de operaciones del Transantiago. Toda esa escenografía frente a La Moneda, construida con buses amarillos y taxis básicos estaba destinada a servir de monumento fúnebre temporal del antiguo sistema de transporte.

Carmen Romero aspiraba a más: el Rinoceronte y la Pequeña Gigante eran el modelo ampliado de la política chilena. Primero viene la energía ciudadana que, en un momento determinado alguien considera que se des-madra, para que aparezca la mecánica simple del desvío de atención y reconduzca esa energía desviada hacia donde tiene que estar: a la zaga de la gran conducción.

La gran lección que la gestión cultural de Carmen Romero debía entregar, como agente de prevención social del gobierno, era una fábula anticipativa para calificar todo “pingüinismo” posible, como Rinoceronte; de modo que la autoridad quedara siempre ocupando el rol de la Pequeña Gigante (Sic).

La radicalidad de Carmen Romero es haber traído una comparsa que hace visible el manejo de la marcha de la Pequeña Gigante. Algo así como poner en evidencia las bambalinas de la política de gestión. Eso es abiertamente irruptor, ya que delata el mecanismo de marcha. Lo importante, en la gestión del material, no era el movimiento efectivo del “autómata”, sino la puesta en evidencia de aquello que la hacía caminar: el dispositivo de liliputienses y el “gran motor” de la historia infantil; a saber, la grúa móvil.

Los liputienses manejan los hilos. Estaban sacados de una ilustración de cuentos de Grimm, pero andaban con bototos. El “autómata” articulado avanzaba de acuerdo a la disposición de los funcionarios. Es una metáfora, digo, del avance del gobierno. Los liliputienses como funcionarios son la condición de su movilidad. Llevan puesta la ropa de unos “valet de chambre”, pero calzan bototos. Lo que ha sido llevado a las calles no es más que el monumento estival al funcionariato cuyo trabajo consiste en transformar en rinoceronte toda demanda pública.

El público se reconoce por su desesperado deseo de estar en primera fila. Y luego, por su conformidad para esperar, ¡que la Pequeña despierte! Hay que convenir en que Carmen Romero ha logrado que la propia Presidenta de la República participe en la obra de teatro que reproduce la retórica visual de su mandato. No se había visto nada semejante. Este es el poder de la política como teatralización de la prevención de riesgos.

Hay que ubicar el origen de Royal de Luxe en las experiencias francesas de las “fiestas foráneas” y de los espectáculos circenses y de saltimbanquis que se convirtieron en una línea de subvenciones del Ministerio de Cultura francés. Esta es una invención de la política de subsidios, destinada a sostener experiencias de teatro de calle con sentido carnavalesco, en un marco de regulación social socialdemócrata.

En este sentido, Carmen Romero ha logrado encarnar lo que se debe esperar como sinónimo de cultura y gobierno. El Festival Teatro a Mil señala una vara muy alta al modelo de los “carnavales culturales”. Ha logrado convertirse en el límite de lo esperable, en cultura, de este gobierno. Ha retenido, incluso, el alcance de la propia política del CNCA, mediante una operación exitosa de manejo blando de la energía de masas. ¡Qué más se podía pedir!

 

 

 

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