La Revolución Cézanniana que nadie desea

Hay veces que Artes y Letras se parece a Icarito en su escolaridad. No es una decepción, sino la preocupante atención que debemos portar sobre el nivel de información que el público cautivo de El Mercurio puede tener sobre pintura. En este terreno, su compromiso es evangelizar su propio sentido común, después de la edición del libro sobre pintura chilena que acaba de editar una de sus más significativas críticas, Cecilia Valdés Urrutia. En verdad, en la edición del domingo 26 de febrero, el artículo extenso sobre Cézanne nos hace preguntarnos por qué, en esta escena, resulta necesario hablar de él. Lo que falta, en el El Mercurio, es una teoría de su propio deseo de pictoricidad reconstructiva. De ahí, hablar sobre cézannismo resulta adecuado y explicable por la necesidad de barrer con los fondos de una discusión en curso. A saber, si la propia pintura chileno-mercurial ha podido desprenderse del mito del post-cézannismo que definió la enseñanza de arte en Chile hasta el advenimiento de la Reforma Universitaria, a mediados de los años sesenta.
Al parecer, este post-cézannismo de “facultad”, era lo que el propio Antúnez quiso sepultar cuando con la ayuda de las Sociedad de Amigos del Museo de Arte Contemporáneo trajo “De Cézanne a Miró”, a comienzos de esa década. Había que desplazar el eje de la designación del arte, desde la mediocridad de la pintura plebeya de la “facultad”, hacia la política de designación mercurial, en alianza y garantía exterior con el MOMA.  De hecho, fue la primera exposición mediática en Chile. La movida era reproducir la tesis momificada por la cual los norteamericanos se apropiaban de la invención del modernismo pictórico.

El artículo sobre Cézanne, del domingo 26 de febrero, brillantemente escrito por Marcelo Somarriva, es síntoma de una incompletud adolorida que se lamenta de la imposibilidad de sostener un discurso fuerte sobre pintura chilena. O sea, de que no haya obras fuertes, de pintura, sobre las que se pudiera sostener un discurso consistente. De ahí que, editorialmente, se justifique “regresar” a Cézanne, como estrategia difusiva. Porque no se trata de la reconstrucción que gente como Marcelin Pleynet en “La enseñanza de la pintura” (G.Gili) podía hacer a comienzos de los ochenta, cuando formulaba los principios de la revolución cézanniana. Sin dejar de mencionar a Lyotard de “Discurso, Figura” (G.Gili), que re/lee “La duda de Cézanne” de Merlaeu-Ponty. Ni olvidar “La verdad en pintura”, de Jacques Derrida, en que realiza otra lectura de Schapiro y su ensayo sobre los zapatos de van Gogh. Sino tan solo de un resumen académico de informaciones que ya se pueden encontrar en una vasta literatura de apoyo, pero que al parecer a Chile llega con retraso. Sugiero incluir este artículo en “el rincón del vago”, para uso de flojos estudiantes de arte.

Lo que se me ocurre a partir de la expresión del síntoma mercurial -¡por favor!, ¡nada personal!- es pensar en el reconocimiento de su derrota estética. No habría que permitir el pensamiento de una revolución cézanniana en la escena chilena. Estaríamos, todavía, a la espera de un origen (inédito).

¿O será posible reintroducir mi hipótesis acerca de las dos transferencias en arte chileno, que son las que traman su contemporaneidad? Mi formulación ya es conocida: artes de la huella (Balmes) y artes de la excavación (Dittborn).  Aquí hay una revolución formal que destierra al efecto post-cézanniano de la “facultad”.

Después, a partir de la Obra Dittborn, he formulado la hipótesis de la revolución cézanniana de la política chilena, que consistiría en la disolución del modelo teatral clásico que todavía habilita su representación republicana.

Para eso, falta todavía. El día que Dittborn ocupe la portada de Artes y Letras, no para hablar de su premio, sino para que se hable de su obra, como un momento de la revolución cézanniana que “ya estaba”, pero no se desea leer como tal, falta demasiado. Es decir, la condición para ello es que Artes y Letras deje de ser el Icarito de una oligarquía que recién comienza a disfrutar de la re/invención de su origen. Y todo, gracias a la estabilidad que le proporciona el gobierno de la Concertación.

Nada hay que amenace la credibilidad del gobierno de Bachelet, como la lectura de la revolución cézanniana que “ya está”, pero cuyos signos no son leídos.

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