El Estado de las Cosas…Pintadas.

El 14 de enero tuvo lugar en Concepción la mesa redonda que me temía. No es posible abordar los problemas reales sin lesionar las leyes de la hospitalidad. Invitado por la Dirección de Extensión de la Universidad de Concepción, debi aceptar la configuración de la mesa redonda tal como había sido prevista originalmente.

Sin embargo, la mesa, desde un comienzo, estaba destinada a convertirse en un diálogo de sordos. Es lo que ocurre, en general, con las mesas redondas. Lo más que se puede hacer, en este sentido, Es ocuparse de proponer una hipótesis cuya pregnancia siga trabajando en un tiempo futuro. En cuanto a entablar un debate productivo, se requiere de una cierta comunidad de base. La mesa redonda era, desde su formalación, un equívoco. En ese caso, hay que jugar el juego, lo que me implicaba tener que soportar estoicamente el tono de la defensa que Toral hizo del arte público. Habló, por ejemplo, de que a un obrero penquista que gana sesenta mil pesos y que no puede acceder a obras de arte, el mural le proporciona la posibilidad de gozar de un bien cultural que de otro modo sería solo el privilegio de una élite informada. Ante semejante declaración, ¿qué hacer? El hombre tiene la edad de mi padre. No le puedo entrar, en público, y decirle en su cara que su discurso es no solo elemental, sino oportunista. Pero además, que no significa avance alguno respecto de la posición que sostenían los propios muralistas que realizaron obras importantes en esta ciudad, ya desde el año 1949 en adelante. Su defensa no solo expresa una frase de base populista limítrofe con la falta ética, sino que implica una concepción reductiva y regresiva de lo que hoy se podría entender como arte público, sobre todo si se toman en cuenta las infracciones formales que han tendio lugar en la escena plástica chilena de las últimas dos décadas.

Para Toral, estas dos décadas de interpelación simplemente parecen no haber existido. Eso es lo grave. Y lo patético, a la vez. Resulta incómodo presenciar la ingenua pedantería de quien enuncia un discurso como si su sola verbalización, desde la aureola del “maestro de pintura”, bastara para fundamentarse, haciendo caso omiso del caudal de historia ya comprometida. Pero como diría Luis Corvalán, en los discursos de la antigua democracia, la culpa no la tiene el chancho, sino quien le da el afrecho. Habrá que pensar, necesariamente, en lo que las universidades comprometen al garantizar la impunidad del discurso de Toral, que es, en definitiva, la impunidad de una regresión.


Una parte de esa impunidad tiene que ver con la obliteración del muralismo que lo antecede y que,en definitiva, lo determina, estando en una ciudad en la que hay por lo menos tres emblemáticos murales: el de Gregorio de la Fuente, en la Estación de Ferrocarriles, realizado en 1949; el de Julio Escámez, ejecutado en la Farmacia Maluje, en 1957; el de Gonzalez Camarena, realizado en 1964. Sin mencionar los murales de Nemesio Antúnez y Roser Bru, pintados en la zona del carbón a fines de los cincuenta. Ya en esa coyuntura era dificil sostener una política de arte público, sobre todo en relación al tipo de debate sobre la des-ilustración que comenzaba a gestarse. Si hay algo de lo que se puede responsabilizar al muralismo, en Chile, es el hecho de haber fortalecido la hipótesis de que la pintura no ha sido sino la ilustración del discurso de la historia. Toral desembarca invirtiendo en los saberes empresariales que financian sus operaciones, en la certeza inconciente que este empresariado tiene de la conveniencia de fundamentar, al menos con dinero, la necesaria regresión de la plástica chilena hacia su condición pre-moderna. Toral, entre otros connotados imagineros chilenos, no es más que eso: un vector de regresión.


No es posible pensar en términos de la política eclesiástica antigua, para quien la pintura emerge en el espacio religioso como “literatura para los laicos”. Es curioso que los murales solo prosperaran en Chile en regiones en que la información sobre arte moderno y contemporáneo era menor. De eso, los penquistas no hemos hecho historia suficiente. Y los murales penquistas, en su estructura narrativa y formal, pueden ser percibidos hoy día como un síntoma de la resistencia regional a la contemporaneidad, en el sentido de habilitar una especie de “realismo social” regional de base conmemorativa.


En relación a la sujeción narrativa local de las obras de De la Fuente y Escámez, el mexicano Gonzalez Camarena viene a terminar de diseñar el marco americanista-nerudiano que debía servir de delimitación político-literaria a las tentativas de los dos primeros.


Ahora bien: el muralismo chileno en su fase expansiva mayor, apenas logra traspasar conceptualmente la década de los sesenta, siendo desplazado por el signismo que conquista la hegemonía en la escena decisoria del arte chileno de ese entonces: la Facultad de Bellas Artes.


Toral, es preciso recordarlo, jamás formó parte de esa filiación. Hoy día articula su venganza político-formal mediante el uso de la plataforma que ha usurpado al muralismo penquista de fines de los cincuenta, como si nada hubiese ocurrido, ni con su obra, ni con el arte chileno. Esa es la base narrativa e ilustrativa que sostiene el mural de la Estación Universidad de Chile. Es decir, una noción de arte público que ya en el período inicial del ascenso del movimiento de masas, en los sesenta, era expresión de una derrota formal.


Lo que hay que preguntarse es porqué Toral puede realizar esta operación de omisión y de sustitución emblemática, sin que nadie, desde las instituciones que lo “acogen”, designe esta operación como una de las expresiones actuales de la regresión política. Las clases políticas y empresariales de hoy solo pueden concebir un arte público que ponga en escena las fábulas de acomodo de la historia.


Pero donde el populismo de Toral alcanzó su máxima expresión, fue cuando proclamó la superioridad de las artes populares por sobre las costumbres de las clases altas. Esto fue un broche de oro: para fundamentar la existencia del muralismo como una conquista del pueblo, en el sentido de que su expresión formal provenía de la imaginería popular de base, sacó a relucir el ejemplo del encaje.


Pues bien, aseguró con mucha convicción que el encaje nace del hecho que los pobres de antes debían remendar los puños y los cuellos de sus camisas, porque no tenían medios para comprarse una camisa nueva. Esta era la demostración de que muchas cosas vienen del pueblo y que luego son apropiadas por las clases superiores (Sic). En concreto, que la “alta cultura” proviene de la “baja cultura” y que hay una deuda que la sociedad debe saldar con el pueblo, poniendo a su disposición, acercándolo, al menos, al goce de unos ciertos bienes culturales de los que está excluído, etc. No se le pasó por la mente, siquiera, que la encajería indígena del Paraguay, por mentar un caso, expresa simplemente la existencia de una diagrama estético de un conceptualismo extremadamente elaborado.


Cuando aparecen este tipo de dudas, entre estudiantes de cuarto año de arte, que están en proceso de escribir sus tesinas, lo que uno hace, ya casi como un tic académico, es recomendar la lectura del capítulo primero de “El Pensamiento Salvaje”, de Levi-Strauss, que se titula, justamente, “la ciencia de lo concreto”·. Pero Es suficientemente conocida la posición de Toral, decano de una facultad, respecto de la “teoría”, o por lo menos, de lo que entiende por tal.


En verdad, la historia del encaje repite gestos que fueran propios de la “pintura oligarca” de los años setenta, cuando Antúnez y Neruda introducían las tejedoras de Isla Negra al Museo, en un acto de paternalismo integrador, muy de “pije” que sabe del valor de las “cosas populares” porque ya viene de vuelta de la cristalería inglesa.


Es curioso que Toral hablara del encaje y de la imposibilidad de comprar una camisa. Pienso en las camisas blancas en la historia de la pintura. Probablemente es el fantasma del compromiso de ciudadano el que asola su discurso. Porque es efectivo que los encajes y sus variaciones ayudaron a determinar las coordenadas del arte chileno ciudadano de “los años de plomo”. Cuestión de pasar revista al arte de Cecilia Vicuña y Catalina Parra: historias de hilo. ¿Y porqué no recordar, aquí, las camisas como hilachas dibujadas en el cuadro de Balmes -“Al alba camino a Quilicura”-, hilachas de cuerpo, por cierto, en la imposibilidad de remendar su desaparición? O sea, que la presencia de las costuras señalan la marca del dolor que Toral omite como tecnología material de su representación, dulcificando las narrativas hasta hacerlas abyectas en su solución de continuidad.


La ubicación de la fábula del encaje y la defensa del arte público, en el discurso de Toral , en verdad, no son más que un síntoma del Estado de las Cosas …. Pintadas.

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