Pintura y Cortezanía.

En la revista CULTURA URBANA me extendí en consideraciones que ampliaban anteriores declaraciones vertidas en revista CARAS (numero 354, noviembre 2001 [lea la entrevista]).



El tema inicial que el periodista Patricio Heim me puso sobre la mesa fue el de la cortesanía cultural. Luego derivaría en preguntas sobre el coleccionismo, para terminar, con una mención abiertamente perversa acerca de mi marxismo encubierto, puesto que yo introducía en mi textualidad categorías pertenecientes al análisis de las clases, sobre todo cuando me he referido a la existencia, en Chile, de una pintura oligarca y de una pintura plebeya. Estas cuestiones han sido suficientemente planteadas en la primera parte del libro que publiqué en 1998, “Dos textos tácticos”.


No hubiese querido ahondar en este tema si no me hubiesen ocurrido dos situaciones: primero, mi participación en el Debate-País, organizado por la División de Cultura del MINEDUC en noviembre del año pasado; y segundo, la invitación que recibí para participar en la Escuela de Verano de la Universidad de Concepción. Respecto de lo primero, el objeto de la mesa era arte y política; en cuanto a lo segundo, el tema sería el panorama de la producción artística, en términos generales, en compañía de otros panelistas. Me enteré que uno de los panelistas sería Mario Toral.


El foro sobre arte y política en el Debate-País tuvo lugar en el Salón de Honor de la Universidad de Chile. La última vez que había estado en ese salón había sido para la ceremonia con que la Universidad de Chile reconoció a José Balmes como Profesor Emérito.


En esa ocasión habló Alberto Pérez.


Habló de manera específica y pertinente de una historia que me pareció perdida y respecto de la cual no habría duelo. De alguna manera, el reconocimiento a Balmes signficaba sepultar una memoria cuya presentificación era no deseada. De hecho, el exonerado Balmes, jamás recuperó sus derechos académicos.


En esa ocasión, en el Salón de Honor, no había “decoración” más que aquella definida por la configuración del mobiliario y la pulcra espacialidad de un recinto destinado a la austeridad académica.


Era un chiste paradigmático iniciar el Debate-País en ese salón, esta vez intervenido por pinturas murales que diluyen el peso semántico de los discursos que allí fueron históricamente enunciados. Discursos formulados y delimitados por la pulcritud del recinto, destinados a presentar la posibilidad de Chile. Estas pinturas vienen a re-presentar, como materia ad usum delphini, escenas de la historia de la universidad. El autor es, obviamente, el Banco de Santiago. Perdón, el imaginero de servicio es Mario Toral.


Mi hipótesis de partida para la crítica de esta obra es la siguiente: el efecto constructor de la Universidad de Chile resulta irrepresentable, en directa relación con la fortaleza presentativa de la ficción de Chile. De esta empresa, no puede haber ilustración. La Universidad de Chile era el lugar de anticipación mítica de la vida de Chile. Su actual puesta en imágenes -literatura para los pobres iletrados- introduce como operación de castigo la iletralidad de esa historia, dado el carácter políticamente literal que adquiere la narración.


La conquista del Salón de Honor por la literalidad imaginera de Mario Toral implica el triunfo del modelo de las relaciones públicas por sobre el modelo de la producción de conocimiento.


El mural del Salón de Honor es la venganza de Toral contra la Facultad de Bellas Artes. Solo pudo contra ella cuando ésta dejó de ser lo que representaba hasta 1973. Toral estuvo siempre vinculado a la filiación de la pintura oligarca, desde sus nexos con el empresariado que apoyaba la gestión de Nemesio Antúnez en el MAC y en el Museo de Bellas Artes de los años 60-70´s. Por cierto, no hay que olvidar la garantía nerudiana de Toral y de Antúnez.


Pablo Neruda, siendo comunista y poeta lárico, sin embargo, en pintura, era entre surrealistizante y muralizante. Para Neruda, Toral era, como ilustrador de su poesía, lo más lejos a lo que podía llegar en términos plásticos. Entonces, lo repito, la literalidad de las imágenes de Toral en el Salón de Honor están garantizadas por la ilustratividad de los poemas de Neruda, en los 70´s; es decir, desde la subordinación de la plástica respecto de la poesía, como “arte mayor chileno”.


La conquista del Salón de Honor por la pintura de Toral corresponde a una revancha de aquellos que desearon, siempre, la disolución de la Universidad de Chile, como garantía de la reproducción democrática del conocimiento social. De ahí la paradoja de su actual localización. La marca Banco Santiago ya había permitido la habilitación de la “Historia Visual de una Nación”, en las “bóvedas” del Metro Universidad de Chile.


Primero vino la posesión del espacio público (Metro), luego vendría la acometida sobre el emblema de enunciación del discurso de Chile (Salón de Honor). Es la emblemática institucional de la Universidad de Chile la que ha sido afectada a través de esta operación. A menos que interpretemos “como se debe” la presencia de símbolos masónicos en la composición. Aún así.


Mientras tenía lugar la mesa redonda sobre arte y política, frente al mural de Toral, lo que saltaba a la vista era el hecho de que la propia Universidad de Chile borraba treinta años de historia del arte chileno contemporáneo. La obra de Toral, en esa historia acelerada y transgresora, nunca tuvo lugar.


¿Cómo es posible que la inconsistencia formal de una obra alcance a conducir la borradura de las condiciones que la pusieron fuera de la escena?


¿Qué tipo de vigilancia teórica, académica y política, se pudo haber ejercido desde la crítica de arte y los círculos académicos?


Al parecer, mostraron una vez más su pusilanimidad política. El poder del dinero de Banco Santiago pudo más que el poder de los discursos críticos. Mario Toral opera con ese saber. Pero se excede en sus cálculos, porque al instalar su regresión como imagen de progreso, le viene la certeza de que el modelo del lobby con un cierto empresariado puede ser directamente transferido al campo cultural. Al menos, fue lo que quedó demostrado en las discusiones en torno al Premio Nacional de Arte.


Lo que no se puede negar es que Toral le hizo empeño: se autopresentó a través de una campaña mediática y productiva que debía culminar en la obtención del premio, como conclusión lógica de una vida destinada a relaciones sociales extremadamente visibles. El mural del Salón de Honor parecía asegurar un voto en el jurado. Importante y significativo voto que debía acarrear con su sola expresión de voluntad el pliegue del resto de los votantes. Incluso un nuevo libro debía “por salir”, como para aparecer como broche de oro en el momento del festejo. Todo habría comenzado con una exposición en la Pinacoteca de Concepción. Esta vez, haría la tarea recurriendo a una estrategia de garantización universitaria clásica. Ni siquiera confiaría en el soporte de la universidad privada de cuya Facultad de Arte es decano: la Universidad Finisterrae. ¿Porqué la Finisterrae no presentó, como institución, su candidatura? ¿Apostó a sus relaciones con el mundo positivista? De todos modos, Toral sufrió un nuevo “maracanazo” artístico.


Ya en el penúltimo premio había organizado una exposición casi retrospectiva en el Instituto Cultural de Las Condes, como un apéndice museal al dossier monumental que debió depositar en la oficina de premios Nacionales del MINEDUC. Lo curioso es que en esa ocasión, fue Waldemar Sommer quien escribió el artículo más punzante en su contra. Con ello no quiero sostener que Waldemar haya sido responsable de la votación del jurado a favor de José Balmes.


¿Osadía de Waldemar o bien, El Mercurio aprovechó para “pasarle la boleta”? Probablemente esto tiene que ver con la pérdida de respeto de Toral hacia ciertas fidelidades de clase que resultan al final inaceptables. Es una hipótesis plausible, ya que el populismo plástico de Toral lo habria conducido a desplazarse de lugar en sus relaciones de corte. Como no se puede servir a dos señores, es muy posible que su estrategia se haya desmantelado en función directa con su “naiveté”. De hecho, siempre he pensado que El Mercurio le hace, a Toral, el caro favor de publicarle una respuesta a Waldemar Sommer. Es de esas ocasiones en la que la sola exhibición de los argumentos es suficiente para rebatir las posiciones de quien las sostiene. Y eso parece haber ocurrido con el texto de Toral, que resulta una construcción literaria plagada de lugares comunes, que uno solo acepta en los trabajos de estudiantes de un curso de iniciación a la historia del arte. Habría que re-publicar dicho artículo, porque en él Toral expone las bases de su pensamiento plástico.


En resumen: Toral Es “naif”. Escribo la palabra en francés, porque “naif” posee un peso semántico mayor que su traducción por “ingenuo”. El “ingenuo” es, en cierto sentido, inocente; el “naif” no logra ocultar que su inocencia es una cohartada.


Durante el Debate-País en el Salón de Honor, la cohartada de Toral se instalaba como un aparato de banalización de los discursos que en este recinto pudieran sostenerse. ¿Porqué debemos ser nosotros quienes debemos sufrir los efectos del “sindrome Capilla Sixtina” de Toral? ¿Acaso piensa que su función es vaticana?


De ahí que al enterarme de mi participación en una mesa redonda con Mario Toral, en la Escuela de Verano de la Universidad de Concepción, solicitara a los organizadores que me cambiaran de actividad. Para discutir eficazmente con Toral, el público penquista debiera estar enterado, al menos, tanto de su propia textualidad como del discurso de su posteridad.


Por ejemplo: los textos de Marta Traba, de Barbara Duncan. Pero, ¿qué sabía Marta Traba de arte chileno? ¿Y Barbara Duncan? ¿Y a qué época corresponden? ¿En el curso de qué estrategia promocional fueron editados?


Marta Traba puede escribir sobre Toral sin necesidad de saber del arte chileno. Eso es efectivo. Pero hay que poner ese texto en línea con su propia defensa de la pintura surrealistizante. Es ella quien forjó el término, en un debate sobre arte latinoamericano que hoy día sería dificil de sostener. Es ella quien escribe, además, de José Luis Cuevas, el pintor mexicano, con una pertinencia que serviría de base para comentar subordinadamente la obra de otros pintores chilenos de hoy.


En definitiva, no es posible discutir cuando se trabaja sobre la ignorancia del público respecto de los textos y de las condiciones de construcción de las carreras. Las discusiones deben estar precedidas de un conocimiento previo. Sobre todo en lo relativo a estos problemas, de arte y política, de arte y cortesanía.


Es constante mi relación con el público plástico penquista y me parecía que una discusión sobre un texto que pone en escena la cuestión de la cortesanía y la pintura, debía ocupar mi tiempo de exposición. Me refiero a textos como la novela corta de Balzac, “La obra maestra desconocida”, o la novela -también corta- de Adolfo Couve, “La comedia del arte”. Pero además, con el público penquista hay un diferendo en suspenso, y tiene que ver con un texto que ha sido publicado por las ediciones del Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaiso, en un volumen dedicado a las identidades plásticas regionales, bajo el título “La novela penquista del arte”.


De tal manera, he decido remarcar mi posición sobre la pintura de Toral, ya adelantada en CULTURA URBANA y CARAS. Justamente, porque es una discusión que no se termina. Más aún, cuando el Premio Nacional de Arte le es atribuido a Rodolfo Opazo, profesor de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, ya desde los años en que Toral comenzaba a ilustrar a Neruda. Y Opazo, de manera radical, ya hacía avanzar las cosas, en pintura. Que curioso, ¿no? La memoria plástica, la “memoria histórica” de la Facultad se hizo ver en la decisión del jurado.

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