ESPACIOS DE ARTE (5).

En la secuencia descriptiva que he iniciado, si la clínica de obra puede ser un formato importado del que podemos obtener importantes réditos para abordar una formación flexible y no universitaria, la producción editorial puede ser la gran plataforma exportable que la escena chilena debiera ofrecer a escenas limítrofes. Sin embargo, ello supone convertir las iniciativas editoriales en espacios, tanto para la recepción de clínicas como para la generación de residencias.

Estoy hablando de procedimientos destinados a fortalecer las escenas locales, a falta y en reemplazo de los centros de arte imposibles de ser montados en regiones. Ese es el tema. De ahí, la insistencia en los tres momentos de la secuencia: clínicas, espacio editorial y residencias. Una debe conducir a la otra. Sin embargo, el paso debe ser construido especialmente, completando la fase de la post-clínica como una situación de mapeo local en que la editorialidad aparece como la respuesta a una necesidad conectiva que se justifica por la necesidad de alcanzar objetivos superiores.

Sin embargo, inevitablemente, se presentan dos problemas muy graves. El primero es la literalidad para comprender un espacio editorial. Grupos de artistas piensan en publicaciones clásicas, que se entienden como portadoras de un pensamiento programático; algo así como la expresión del grupo. Sin embargo, lo que suele ocurrir en estos casos es simplemente el ejercicio de poder de sub-grupos decisionales para quienes la instancia editorial es solo un momento de acumulación de fuerzas, en la perspectiva de obligar al espacio metropolitano a volcar la mirada sobre su existencia.

Mi idea del espacio editorial no es el de una publicación programática, sino el de un soporte de producción de obra, donde el formato del tabloide se concibe como espacio de trabajo y no como plataforma difusiva. Esto significa invertir todas las reglas de la producción gráfica, para acelerar su tolerancia tecnológica. Esto fue lo que ocurrió, por ejemplo, cuando Leppe, a fines de los años setenta, se ocupó del diseño de los catálogos de Galería Cromos; o bien, cuando Ronald Kay concibió algunos de los principales objetos editoriales de Galería Época. Esa fue una coyuntura excepcional, puesto que demostró la autonomía del acto gráfico por sobre la fisicalidad de exposiciones que, al final, no tuvieron más valor que justificar la densidad del aparato editorial.

Después de esta experiencia proto-editorial, vino el boom de la impresión. Nótese bien: digo, impresión, no edición, de catálogos. En Chile, no hay movimiento editorial, solo buenas imprentas. El hecho es que desde fines de los años ochenta hasta la fecha, cada día se hizo más fácil hacer un catálogo, al punto que Galería Gabriela Mistral terminó por imponer un modelo magistral: hacer catálogos poco-obras, o bien, que a propósito de una exposición, el impreso fuese desde ya una retrospectiva de promoción. O sea, con el avance de las décadas, el carácter conceptual de las propuestas independientes de los ochenta fue disminuyendo en provecho de una promoción fatal, que no servía más que para afirmar una pequeña asistencia en el espacio interno. Y ese fue el triste final de la producción de catálogos en Chile. Incluso, los grandes padres totémicos del arte chileno, cayeron en la trampa de la autorreferencia complaciente, practicando un manierismo impresivo -insisto, no editorial- que terminó acumulando libros para su circulación en un público de culto. Interno, por cierto, no internacional.

Hago la excepción respecto del libro editado por Patricia Israel, no solo porque escribí uno de los textos, sino porque fue concebido como un espacio de trabajo editorial, que sostenía la exposición de un pensamiento visual en cuya puesta en escena articulaba un espacio de riesgo que ponía en movimiento un conjunto emblemático de basurita gráfica, haciendo visible la memoria de su propia iniciativa analítica invertida en una construcción de obra de largo aliento. Se tituló, justamente, Ensayo gráfico.

Otro libro, que no es un catálogo, esta vez asumido por la Editorial de la Universidad de Santiago, ha sido Balmes, el papel de la pintura,, que será presentado el miércoles 30 de junio en el MNBA. Su edición ha sido asumida de manera impecable por Francisco González Vera, quien solo ha podido hacerlo a partir del conocimiento erudito y diagramático de la obra de José Balmes. No es, como se dice, un catálogo, ni un coffee table book, sino un aporte crítico sobre la relación entre pintura y política, en la obra de este primer pintor chileno contemporáneo. Por supuesto, escribí uno de los textos.

El punto es el siguiente: no hago promoción, sido que a partir de mi propia experiencia instalo criterios de distinción para la lucha de formatos en el campo editorial del arte chileno. Por esa razón, declaro invertir mis esfuerzos en la exigencia de densificación de nuevas plataformas de trabajo, conducentes a abrir espacios editoriales de nuevo tipo, susceptibles de operar en las escenas locales, como espacios de producción de arte contemporáneo.

El tercer caso editorial al que me debo referir es a Trilogía del arte chileno, el libro de ensayos que aborda los obras de Yael Rosenblut, realizadas en los últimos años, a partir de la persecución de un eje significativo, hilvanado en torno a tres citas problematizantes de obras claves de la colección del MNBA. Tampoco es un catálogo, sino un libro que recoge un momento de producción formal de esta artista emergente que se ha caracterizado por sostener una dinámica de autoproducción ejemplar.

Los tres casos que he mencionado han tenido lugar en los últimos meses, en el espacio metropolitano. ¡Lo olvidaba! El libro que editó el propio Alejandro Quiroga. Tampoco es un catálogo, sino un libro, montado sobre la recuperación de los ejes de su trabajo. Por lo tanto, la autonomía del libro, en el espacio metropolitano, reemplaza el esfuerzo expositivo, porque apunta a un tipo de inversión que apela a las capacidades de su circulación en circuitos de mayor exigencia. De hecho, estos libros son pensados para hacerse un lugar fuera de una escena capitalina absolutamente obstruida.

En regiones, en cambio, la situación editorial ya ha demostrado su potencialidad. Veamos: Revista PLUS y ANIMITA, en Concepción. ¡Toda una iniciativa que supo aprovechar el marco de la Trienal para instalar la editorialidad local como producción institucional. Está a la espera OVERLOCK, una revista local on line. Se le agrega, ALZAPRIMA, la revista de la escuela de artes de la Universidad de Concepción. Aunque no posee las características de apertura y sustitución de espacios, recupera la producción interna de una escuela que demoró treinta años en pasar de la enseñanza tardo-moderna a la enseñanza de una contemporaneidad adecuada. Lo concreto es que la escena local penquista ha dado lugar a cuatro experiencias editoriales; tres, independientes; una, universitaria.

Sin embargo, fuera de estas iniciativas, hay una artista para quien la producción editorial se convirtió en un espacio de trabajo crítico, por si mismo. Es decir, cuya diagramaticidad coincide plenamente con lo que he venido sosteniendo: el espacio editorial como espacio de trabajo, en situaciones de ausencia de centros de arte locales dominados por el fantasma de la exhibición. Se trata, simplemente, de coincidencias y de articulaciones que proceden de experiencias que reclaman su propia comunicabilidad en un campo de arte para el que carecen de indicios reconocibles. Obviamente, aquí no se trabaja para Santiago, sino en una perspectiva-país.

Debo referirme a una producción específica, TRABAJO, de Viviana Bravo Botta y Juan Pablo Torrealba, con textos de Sandra Baquedano, María Elisa Cárdenas y Alejandra Castillo. TRABAJO es un soporte editorial que presenta textos, dibujos y visualizaciones, desmontables y extendibles, bajo la forma de un conjunto de mapas de intensidades, de flujos, de relieves, de obstrucciones, etc., que busca expandir el desciframiento de los procesos que determinan la actual configuración de una ciudad específica, en el contexto del desempleo y de la ruinificación de los espacios sociales ligados a un modelo de producción ya perimido. Estoy hablando de Tomé, un ejemplo dramático de desmantelamiento fabril; en fin, de desmontaje de una dinámica clasística, cuando el concepto ya había sido desmantelado en la propia lengua de la economía.

Para terminar esta entrega, no estará demás mencionar que esta edición ha sido sostenida por el Centro Cultural de España, que no se ha caracterizado por disponer de una programación significativa de artes visuales. Siempre habrá, una que otra sorpresa. Sin embargo, esta es una demostración evidente de la fuerza de las iniciativas editoriales, en relación al convencionalismo e ineptitud de una sala-que-no-es-sala y que con esfuerzo pasa por tal, como casi todas las salas chilenas. Bajo estas circunstancias, no es necesario disponer de esas salas. En fin, el espacio editorial puede ser, en situaciones de depreciación de la exhibitividad, una plataforma constructiva.

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