ARGEL (3).

Todavía resuena en mi memoria el eco de las jornadas de Argel. Estaba allí para el Festival Internacional de Arte Contemporáneo. En medio de la multitud que eufórica se congregaba en las escalinatas del edificio del correo para celebrar el triunfo de la selección argelina de fútbol sobre su homóloga de Egipto, un niño de catorce años se me acerca. Está sólo. Está serio. Su disposición contrasta de manera evidente en el conjunto. Es una isla de pulcritud en medio de un mar de gritos, bocinazos y cánticos. Se me acerca sabiéndome extranjero y extendiendo los brazos me dice: “Monsieur, enfin”. Y se marcha. Desaparece en la multitud tan serio como se me había aparecido. Eso fue todo.

Yo buscaba la dirección del Espace Noun, una librería decisiva en la escena intelectual argelina, donde debía buscar un libro en el que había un estudio sobre el viaje de Le Corbusier a Ghardaia. Frente a este incidente, debo haber respondido con un sorpresivo “Qui! En fin!”, porque no atiné a decir otra cosa. El necesitaba que yo estuviese allí para tener que decirme esa frase corta y sin aliento, que cifraba el resumen de tantas esperanzas. En los días anteriores, artistas argelinos me señalaban que la mayoría de la multitud que surcaba las calles después de la humillante derrota ante los egipcios, el domingo anterior a mi arribo, eran los jóvenes que representaban la “generación perdida”. Estaban dispuestos a reventarlo todo si no había una reparación visible. El día martes estábamos sentados sobre un polvorín. Si la selección pierde en Karthoum, habrá motines, habrá sangre en las calles. Pero no fue vencida. Y la multitud cambió de configuración. De un minuto a otro, terminado el partido, familias enteras se volcaron a la calle, sin temor, a celebrar. No hubo estallido ni motines. Al día siguiente, miles y miles de argelinos se concentraban en la Plaza Audin. No se podía avanzar. Yo solo buscaba la librería. Y avanzaba haciéndome camino con dificultad, encabezando una larga fila india que intentaba llegar a una esquina y enfilar hacia calles laterales más descongestionadas.

¿Por qué la Plaza Audin? ¿Quién es Maurice Audin? Es el primer desaparecido en las guerras de la contrainsurgencia contemporánea; profesor de matemáticas, francés, uno de los primeros mártires de la lucha por la independencia, hecho desaparecer por los paracaidistas que inauguran los viajes en helicóptero. Son los mismos que emigrarán a la Argentina y formarán a generaciones de torturadores. La guerra sucia argentina comienza en Argel. En esos momentos, solo recordaba dos prefacios de Sartre, mientras centraba la miraba sobre la fachada de la antigua universidad. El primero, titulado “Una victoria”, introducía “La Question” (1958) de Henri Alleg. El segundo era el prefacio de “Los condenados de la tierra”. Se le ha reprochado a Sartre este prefacio. El texto es demasiado largo y enfático, fastidioso a veces, en que la reivindicación a la violencia suena falsa e irresponsable, si se leen estas páginas a la luz de los baños de las purgas de la Independencia. No es seguro que Fanon haya estado totalmente de acuerdo con ese prefacio. Había leído la Crítica de la razón dialéctica y había sido seducido por el análisis del colonialismo que Sartre hace al final del libro. Pero no podía dejar, por mi parte, de enfrentar la Argelia de hoy con esos recuerdos de veterano revenido por los relatos encendidos de otra época. La época de nuestra estúpida e imperdonable inocencia; la época de la gran traición.

El niño-adulto había sido absorbido por la multitud, en poblaba ese espacio entre el correo y la plaza Audin. ¿Qué quiso decir? “Enfin!” Argelia había vencido a Egipto uno por cero. Ese no era el punto. Argelia venció un cierto manejo de la violencia. Mi amigo Jalil, artista tunecino, se refugiaba en su habitación del hotel para llorar frente a la alegría de la calle, cuya expresión le parecía el dibujo social de un hueco irremediable. Entre Jalil y las palabras del adulto-niño se me borra toda nostalgia posible de “La batalla de Argel”. Debo hacer la más severa autocrítica del discurso del veterano enfrentado a coyunturas que desmantelan la candidez de los discursos que fueron los nuestros, en otras latitudes, imaginando, por decir, que existía una izquierda.

En la suspendida caída del eco de las multitudes, el llanto de Jalil marcaba la medida que devolvía la frustración como imagen de reparaciones no concretables. Porque si en el fútbol hablamos de “superficie de reparación”, en las calles de Argel el léxico de la crítica deportiva infiltraba la lengua del comentario político. El exceso revelado en la calle desvía la atención sobre las angustias y temores de una sociedad que ha vivido en época cercana, “algo así como” una guerra civil.

Esas palabras impronunciables me fueron comunicadas después de mi encuentro con el niño-adulto. ¿Qué me quisieron decir, ahora? ¿Qué fue lo que debía escuchar con atención? Ese “enfin” podía interpretarse como el cierre de una dinámica de violencia. La demostración de esta alegría tendría algo de fúnebre, pero que tampoco permitía un duelo en forma. ¿Por qué esta gente en la calle? ¡Por miles! Celebraban el fin, ¡por fin!: el término de una guerra. Ya lo he escrito: “algo así como” una guerra civil. Porque el asunto es más que complejo.

¿Qué define una guerra civil? Ciertamente, no es solo la muerte de civiles. Hay nuevas guerras en las que se ha modificado las reglas y la organización de lo que hasta hoy llamábamos guerra. Esto es lo que vine a aprender en las calles de Argel y en los estantes de las librerías donde es posible encontrar dos libros que, en esta coyuntura, me resultan capitales: uno, sobre Derrida en Argel, y el otro, sobre la violencia en Argelia, que comentaré próximamente en este sitio. Pero no encontré el libro del viaje de Le Corbusier a Ghardaia.

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