BAJO PRESUPUESTO.

La 24 Bienal de Sao Paulo, en 1997, costó como 24 millones de dólares. La 28ª Bienal, mal que mal, costó alrededor de 9 millones. Son cifras que corren en el ambiente. Pero hacer una bienal con 2 millones es toda una hazaña. De todos modos, costará más. De eso no cabe duda. Puede resultar hasta vergonzoso que cueste tan poco, en relación a lo que significa la inversión generada por  las bienales en el mundo. Es decir, puedo verse como una notoria falta de conocimiento en relación a los recursos mínimos que se requiere para montar una bienal. Pero al mismo tiempo, se sigue el tono chileno de entrar de plano a considerar que ya  es un gran logro realizar una bienal, aún  con tan bajo presupuesto.


En el léxico de la industria del cine, las películas de bajo presupuesto son aquellas que suelen tener un relativo éxito cuando circulan en festivales de culto. A tal punto que el bajo presupuesto casi se ha convertido en un “género”, porque obliga a desarrollar soluciones formales, no por efecto de erudición, sino por pobreza en la producción. Aún así, cuando la pobreza se articula con una conciencia mínima de las infracciones narrativas, por ejemplo, pueden resultan películas para nada despreciables.

¿Será posible aplicar esta lógica del bajo presupuesto a una bienal? El problema es que se tipifica la cifra como un gasto y no como una inversión. Siempre he sostenido que una bienal es un efecto de voluntad política y que el arte es tan solo la punta visible de un iceberg que involucra una inversión social compleja. Pero de ahí, hay que hacer una salvedad: es imprescindible disociar una bienal de toda iniciativa legitimada por la retórica de la industria del espectáculo.

Ciertamente, lo que tengo en mente es el espectáculo de calle. Es decir, espectáculos para gente en riesgo de calle, como se dice hoy día. Porque en definitiva, un espectáculo como estos, convierte a los espectadores en sujetos pertenecientes a sectores en riesgo, por la sola necesidad que tiene la autoridad política de convertir a los ciudadanos en minusválidos sociales.

La política cultural (de facto) en artes visuales  está orientada a satisfacer nada más que este imperativo, articulando fragmentos de senamización, con sernamización y  sunamización (lo digo por el proyecto Sismos), incorporando hasta el servipag. Los fondos concursables son tan solo subsidios que van al hoyo negro donde se funden las iniciativas de reproducción reparatoria por zona. Las únicas iniciativas inscriptivas preceden el arte de formularios y se validan porque ya habían iniciado su camino autónomo. Con fondo o sin fondo, igualmente  se hubiesen levantado. Los conceptos prácticos y eficaces, así como los diagramas de obra inicial, son siempre de bajo presupuesto, para regresar a los términos con que comencé esta entrega.

Pues bien: el fantasma que amenaza a toda bienal es el espectáculo de calle a la chilena. Eso es todo un género de reducción política de gran envergadura, desde la “pequeña gigante” a los “carnavales culturales”, pasando por el formateo “container”. A propósito de esto último: los promotores jamás se enteraron que en Dinamarca, a comienzos de los noventa hubo una exposición internacional que se llamó, justamente, Container, y que reunió a un núcleo importante de artistas visuales de todo el mundo. Gonzalo Díaz estuvo presente. Y ¡cómo no olvidar! la Tercera Bienal del Mercosur, que fue llamada “la Bienal de los Containers”, ya que para su realización se construyó, en el en el 2001, una “ciudad e containers” al borde del río Guayba (Porto Alegre). Lo menciono para que dispongan de este dato.

La paradoja se instala en el hecho que operadores cuyo trabajo debiera ser el de definir políticas,  en verdad realizan un trabajo que se extiende entre la producción  de eventos y la organización de talleres de animación social y cultural, pasando por el montaje de ferias de baja intensidad. Esto no alcanza siquiera para definir un perfil que determine las condiciones de su concursabilidad.

Lo anterior se conecta con la cuestión del cuoteo político en cultura, ya que al no haber perfiles de función, los cargos quedan a merced de los cálculos de ocupación de zonas de empleabilidad gubernamental para servicio propio. Los conglomerados que se sabe cancelan con dinero del Estado, ni siquiera favores, sino tan solo habilidades voraces destinadas al control de intensidades en áreas destinadas   al negocio de la compensación.

La periodista que redacta  la bajada de El Mercurio del 12 de diciembre no se pregunta tampoco sobre el perfil de una bienal. De hecho, en artes visuales, es lo único que posee perfil. A tal punto, que es lo único que los operadores políticos buscan disolver. Y ella colabora con ese desperfilamiento al expresar el tamaño de su rencor. No sabiendo qué es una bienal, no dimensionando su carácter, la mención de su costo hipotético se verifica como si fuera una  delación.  No fue capaz de reivindicar el eje crítico que la fundamenta, en torno a ideas de migración interna y de construcción de escenas locales, porque le hubiese destruido su hipótesis miserabilista.

Eso le hubiese evitado mostrar la hilacha de un rencor que se asemeja a los dichos de una directora de centro cultural que, ante una pregunta sobre sus relaciones con el arte contemporáneo, respondía que mientras en Chile hubiese fibrosis quística, no podía haber exposiciones de este tipo de arte, que calificaba de “elitista” y “lujoso”. Una persona que ocupa cargos de esta envergadura debiera disponer de un dispositivo de retención que le impidiera quedar como una funcionaria proto-stalinista post-moderna.

Es decir, lo vergonzoso es que ocupe un cargo de este tipo, sin nombrar nombres, una persona que desconozca que ya a mediados de los sesenta se resolvió el debate sobre la pregunta sartreana “¿Para qué sirve la literatura?”. Es como si todavía tuviésemos que rendir exámenes ante el tribunal de la justicia distributiva  sobre la utilidad del arte. Por eso, los funcionarios de cultura se esmeran tanto en levantar iniciativas cuyas autoridades reconozcan como iniciativas de utilidad pública. De este modo, la sola realización de una bienal de artes visuales como dispositivo de producción de ciudadanía debiera ser saludada como la gran inversión formal del Bicentenario, comparable simbólicamente a la edificación del Museo de Bellas Artes para celebrar el Centenario. En esta ocasión, en el Bicentenario, la Trienal de Chile expande la edificabilidad del arte. La periodista careció de honestidad política para aceptar y recuperar la vigencia crítica de este dispositivo de nuevo tipo, operando en la escena chilena.

Recuerdo demasiado bien el argumento de un reconocido operador y lobbysta de la plaza, que en medio de una reunión de directorio de una institución cultural, declara con esa certeza que le proporciona el gran sentido común político: “es muy bonito esto del arte y la reparación; pero no hay que olvidar que estamos aquí para producir espectáculo”. Y yo, como un estúpido, me tomaba el tiempo de dimensionar una especie de compromiso historizable entre reparabilidad y espectacularidad, tratando de mantener un equilibrio imposible, ante la condena y la descalificación que me correspondía por el solo hecho de haber pronunciado las palabras “reparación simbólica”.

Trabajo para otra interpretación para una Trienal de bajo presupuesto. Tiene que ver con los presupuestos que corren por debajo de la línea de flotación de los procesos sociales imaginarios, de modo que puedan ser recuperados como aquella corriente que circula por debajo de las versiones subordinadas, como si fueran sub/versiones retóricas. Por eso es tan fuerte sostener una Trienal: ya que supone montar dispositivos sub/versivos destinados a recomponer los lazos de unas comunidades, para las que solamente ciertas prácticas artísticas pueden ofrecer la  posibilidad de abordar la recompostura de tejidos sociales averiados. Para esto es que se debe trabajar; para conseguir más que dos millones de dólares; para hacer de la Trienal un ejercicio de recuperación de una cierta voluntad pública.

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