La Trilogía del Museo Allende: Memorial, Museo de Sitio, Museo de Arte Contemporáneo

La re-apertura del Museo Allende se hizo efectiva en una edificación que había sido la casa familiar de la familia Heiremans. Luego, en los setenta fue un local universitario. Durante la dictadura fue un local de la Cni y de la DINA. Incluso llegó a ser ocupada durante los primeros meses del gobierno de Aylwin, hasta el momento en que sus moradores decidieron dejar la casa haciendo política de tierra arrasada. Sin embargo, quedaron en muy buenas condiciones de reconocimiento e identificación de lugares, la sala de vigilancia telefónica en el subterráneo y las celdas en el entretecho.

La restauración de la casa y la readecuación para su conversión en museo estuvo a cargo de Miguel Lawner, quien fuera miembro del equipo que construyó el edificio de la UNCTAD. Este dato no es menor. En esta tarea, resolvió dejar la sala de vigilancia telefónica tal como fue encontrada por sus nuevos moradores: el museo. De ahí que solo se ejerció una limpieza del lugar, de modo que los restos de las instalaciones, así como una pieza contigua que cumple con todos los requisitos para presumirla como lugar de tortura, se convirtieron en un Museo de Sitio.

Hablar del Museo Allende y vincularlo con la hipótesis del “deseo de casa”, sin hacer referencia a su condición de Museo de Sitio, es omitir la puesta en situación de la propia memoria política que habilita la edificabilidad del propio museo, como institución de arte contemporáneo.

La otra cuestión que no debe ser desconsiderada en esta coyuntura, es el factor del MEMORIAL. En este punto, hay que mencionar que la obra del equipo liderado por Loty Rosenfeldt logró superar el atributo ilustrativo. Siempre existe el peligro de ilustración cuando existe el montaje de una obra de arte en un memorial. Este no es el caso. El Muro de las Voces resiste a la ilustratividad y se convierte en una situación evocativa de evidente carácter reparatorio.

Una instalación de arte sonoro que recupera las voces de actores sociales de los años 70’s, en particular “el grano de la voz” de Salvador Allende, reproduce el eco espectral de un momento que coincide con la formación de la propia colección de museo. Este es el atributo mayor del museo: las condiciones de formación de la colección.

Las primeras obras que el visitante percibe, después de atravesar la sala de acogida, en cuyo centro gira un dispositivo de placas de acrílico recortadas que son infractadas por un rayo laser, son las dos pinturas de Joan Miró, que se encuentran colgadas junto a una obra de Torres-García, otra de Figari, de Amalia Peláez y de Portocarrero. Es preciso, además, mencionar la maqueta de una escultura de Calder. Con esta sola sala, el Museo Allende debe ser reconocido como uno de los lugares eminentes de coleccionismo público en Santiago de Chile.

El dispositivo de acogida del Memorial es el umbral del acceso a la colección. Tampoco es un dato menor. El rumor de la voz de Allende parece afirmar el “espíritu del lugar”. El museo instala en la memoria de la escena plástica, el hecho de que para enfrentarse al “imperialismo de los medios” los artistas del mundo responden con un acto político instituyente. Lo que no deja de ser paradojal, puesto que en una coyuntura internacional como la de los setenta, en que se pone en riesgo la consistencia de la musealidad en el arte contemporáneo, la decisión de montar un museo parece casi conservadora.

Sin embargo, lo que en una escena puede significar una regresión, en otras, puede ser asumida como un avance institucional, en que “el deseo de casa” se concreta en un “deseo de musealidad” consistente, que toma a su cargo el desafío de articular los elementos de una trilogía compleja: memorial, museo de sitio y museo de arte contemporáneo.

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