SANTIAGO (2).

En la entrega anterior he mencionado respecto de las iniciativas de la Trienal de Chile en Santiago, las dos exposiciones de interpelación museal y las dos muestras de promoción documentaria. Sostengo que  mientras la operación de interpelación se desactiva, la promoción de efectos  se amplifica y adquiere una densidad cuyas proyecciones no habían sido advertidas.

Me corresponde ahora, hacer referencia al Terremoto de Chile, la exposición curada por Fernando Castro Florez, destinada a montar una ficción sobre el carácter propositivo  de una escena plástica determinada por el fantasma de la catástrofe. Es decir, por el quantumde olvido que significa reconstruir una modalidad  de enunciación durante el período inicializante de la Transición Interminable, que a la sazón se ha convertido en una Transmisión Terminable.

El modelo de referencia al que es preciso acudir es el título de la obrita de von Kleist: El Terremoto en Chile. Conociendo la operatividad curatorial de Fernando Castro, de inmediato hay que ponerse a buscar por otro lado, en cuanto la novelita es tan solo una herramienta de desvío y encubrimiento de las obstrucciones filiales que experimenta el propio espacio del arte chileno. De este modo, Fernando Castro ha entendido a cabalidad cuáles han sido las medidas de fuerza con que los padres totémicos del arte chileno han marcado a regla y decreto académico la tolerancia interna de la escena. En esa medida ha excedido su mirada formulando una hipótesis que bordea la desmesura analítica, al poner en el centro del debate el rol de los desastres naturales en la formación del carácter de los pueblos.

Hablar de terremotos en Chile pone de manifiesto el traslado de la crítica de arte hacia el imperio relativo de la teodicea. Desde hace unos meses, en consecuencia, toda la escena está leyendo la novelita de von Kleist para descubrir el secreto de algún destino simulado en su entrelínea. Más aún, cuando ha sido publicada por LOM en el 2002 en formato 9 x 17 en una edición de 58 páginas y 150 grs de peso, sosteniendo la siguiente leyenda:

“Terremoto en Santiago literalmente relata una experiencia de “acabo de mundo”, tanto en su acepción geológica como social y política, pues da cuenta minuciosamente de un fenómeno geológico-telúrico, pero al mismo tiempo también muestra la convulsión provocada por una historia de amor en el Chile colonial”.

En Chile es un lugar común esta asociación entre geología y política. En Neruda y Matta esta es  una cuestión determinante que ha sostenido nuestro imaginario. Catalina Mena me ha aportado el relato acerca de estudios realizados en torno a la cuestión de la imagen-país, en que ante la pregunta por emblemas representativos la mayoría de los entrevistados mencionan las bellezas naturales y no se refieren a edificaciones ni monumentos. La cordillera, los volcanes, las costas, los bosques, los fiordos, adquieren el valor de verdaderas instituciones. El valor de la escultura de Marta Colvin, por ejemplo, ratificaría este sentimiento ya afincado en los grupos que definen las política de imagen. La pintura telurizante de Matta ya ha convertido el erupcionismo vital en figura invertida que habilita el deceso -digo, el deseo-, por la voracidad de la oligarquía que lo-sabe-poner. Habría, en Chile, una especie de fatalismo constructivo en relación a la sobredimensión de la naturaleza, que impediría disponer de certezas simbólicas respecto de una política de vivienda. La constitución de Chile sería una expansión vitalista de la oligarquía: la fisura hilnada por su conversión seminal.

Pienso en la gráfica de Histórica relación del Reino de Chile, en que hay dos tipos de planchas: paisaje y edificaciones. Pero estas últimas son iglesias. Es decir, el modelo está claro desde un comienzo: la iglesia pone el freno a la naturaleza y sus desbordes. La iglesia es la primera institución de Chile. Las parroquias anteceden  al Estado. Pero en ese cometido, los terremotos políticos son homologados con las catástrofes naturales; mejor dicho, son convertidos en tales. Y las catastrofes naturales son una prefiguración del pecado social.

Si hablamos de terremoto en Chile, entonces tenemos que hacer mención a La Catástrofe: el golpe militar de 1973. Sin embargo, cometerá un error al sostenerlo. Quienes sostienen esta hipótesis son los escritores de las clases subalternas. La verdadera catástrofe reside en la elección de Salvador Allende como presidente de Chile, porque la historia la escriben los vencedores; los vencidos a lo más que  pueden aspirar es a  administrar museos de su memoria subordinada.

En la novela de Kleist, ¡”lo único que queda en pie” en ese terremoto es la iglesia! Fernando Castro ha venido a darnos una lectura que no queremos comentar: ha sido preciso convertir el socialismo como pecado. El Pueblo, otrora bondadoso, se dejó seducir por la palabra de los falsos profetas y desestimó la estrategia de integración regulada y progresiva determinada por la patronal democrata-cristiana que se había empeñado en convertirlo en un poblador-modelo-serviu.

En el terremoto de 1970, lo escribo en condicional, lo único que habría quedado en pie, habría sido la Institución de la Iglesia. Una vez realizado el inventario de los mártires que sostendrían el costo de la parte por el todo, el Cuerpo Místico habría invertido sus bonos en la Vicaría. La catástrofe social tendría en los sin-voz a los representados por delegación sustractiva que aprenderían, en todo caso, a poner a sus muertos en la mesa para gobernar a nombre de los Otros, pensando que lo hacían a nombre de los “otros”. Toda la novela de Kleist parece sostenerse en ese comienzo: lo único que quedó en pie fue la iglesia. Toda la plástica chilena parece sostenerse en la conversión simbólica del vía crucis y de la pietácomo los modelos fundantes de la representacionalidad de los cuerpos.

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