En el imaginario penquista el Museo Hualpén ha sido un fondo de referencia ineludible, que explica en parte nuestra sujeción simbólica a las inquietantes ensoñaciones vinculadas a la topografÃa de una desembocadura como esa.
La casa de don Pedro del RÃo Zañartu fue edificada para tener un vista sobre la ciudad (hacia la izquierda) y otra sobre la desembocadura del Bio-Bio (a la derecha). Era este emplazamiento un atributo de poder sobre la polÃtica y la naturaleza, puesto que a sus pies habÃa diseñado un parque “a la chilena”, solo con especies criollas. En la misma época, doña Isidora Goyenechea se habÃa hecho diseñar por un experto inglés, los jardines del Parque de Lota. Mientras don Pedro del RÃo se establecÃa como un notable regional, empresario avanzado en la economÃa regional, articulador de los primeros mitos de desarrollo local, el Parque de Lota se verifica como un enclave, producto de la ensoñación ordenadoramente decorativa de quien debÃa hacer el trabajo de la compensación pública. La mina está ordenada en estratos, pero sobre la superficie, el Parque satisface la representación de una construcción que localiza el ocio en la primera franja de visibilidad, dejando al Chiflón del Diablo como un remedo literario. Me refiero a los efectos de reconstrucción del imaginario que hoy dÃa mismo, ambas instalaciones siguen ejerciendo en la memoria local.
Pero regreso, por ahora, a don Pedro del RÃo, que era un hombre de negocios cuya sola historia como empresario debiera ser objeto de mayor estudio, sin desmerecer, por cierto, lo que se ha escrito sobre su biografÃa. Pienso en la necesidad de organizar una historia del empresariado penquista en los albores del siglo XX, en lo que significa la apertura de un espacio de desarrollo local que tiene lugar en el momento de pleno funcionamiento de las minas de Lota. Necesidad, simplemente, de buscar indicios de desarrollo local en competencia con enclaves tecnológicos que permitieron la constitución de un modo especÃfico de conciencia laboral. Lo que me importa, por el momento, Es un momento biográfico duro en la historia de don Pedro del RÃo: el fallecimiento de su esposa y de su hija, a manos de la difteria. El hombre quedó en tal estado de tristeza que emprendió un viaje alrededor del mundo para trabajar su duelo.
De hecho, realizó varios viajes. Pero en concreto, en cada sitio que visitaba, adquirÃa un objeto. Es asà como llenó sus baúles de muñecas bolivianas, zapatos chinos, babuchas turcas, dagas malayas, máscaras amazónicas, sombreros, bastones, piezas de arte popular, joyas, tonteritas, hasta una armadura veneciana del siglo XV, un traje de samurai, ¡y una pequeña momia egipcia! Todo eso, lo trajo a Concepción, lo instaló en su casa y lo donó a la ciudad. La ciudad se hizo cargo y armó este museo. Resulta necesario, hoy dÃa, rehacer la historia de esta institucionalización, porque señala un marco para la reconstrucción de las fuentes de la historia local. Otra tarea. Pero lo que debe ser retenido, por el momento, Es el hecho de que este señor, aristócrata regional, se construye algo asà como su propio “gabinete de curiosidades”. Siempre me ha sorprendido la ausencia de fotografÃas del viaje. Es probable que existan. Pero no las he visto. Lo que me sugiere la siguiente idea: ¿para qué iba a fotografiarse en esos lugares, si ya tenÃa en su poder objetos que señalaban la prueba de su paso? Pero hay otra cosa: fotografiarse solo era una prueba de la ausencia de su mujer y de su hija. Adquirir objetos implicaba hacerse de un objeto reparatorio, probablemente. Quizás esa sea la razón de nuestra fascinación infantil por esa colección; saber que es el producto de un duelo.
La última vez que visité el Museo Hualpén fue en enero del 2002. De regreso a Santiago, en plena carretera, en una estación de servicio cercana a Los Angeles, encontré a un ciclista, completamente varado. No era un ciclista cualquiera. El vehÃculo tenÃa alforjas delanteras y traseras. Era un ciclista de fondo. No era un ciclo-turista. Estaba vestido con una camisa y con pantalones de carabinero, dados de baja, muy bien conservados. O sea, presentaban cuidadosos remiendos. Llevaba puesta una gorra deportiva con insignias de diversos origen. Era un hombre delgado, moreno, la piel curtida. Pero estaba varado. En el suelo, habÃa ordenado los restos del piñón y tenÃa la rueda trasera desarmada.
De inmediato, por complicidad ciclista, entablé conversación con el hombre. HabÃa recorrido el paÃs como unas cuatro veces. VivÃa en la ruta. VivÃa para pedalear. DormÃa en comisarÃas. No molestaba a nadie. Solo pedaleaba. HacÃa algunos trabajos para comer y seguÃa en la ruta. No era un indigente, sino un rutero de fondo que se habÃa perdido en el pedalear. Era un “principe” del camino. Esperaba, en esa estación de servicio, a un tipo que lo llevarÃa en camión hasta un pueblo cercano donde conocÃa a alguien que le repararÃa la bicicleta, porque debÃa seguir su camino en los próximos dÃas, para asistir a las festividades del aniversario de la Comuna de Lota.
Como decÃa: llevaba toda sus pertenencias en las alforjas. Sobre una de ellas, advertà un álbum de fotografÃas. Le pedà autorización para hojearlo. Eran sus pruebas. Efectivamente, habÃa fotos suyas pedaleando en medio de una ruta cubierta por la nieve, en Puerto Williams, como también, parado junto a su bicicleta, en un paisaje andino, cercano a Putre. Hasta que entre las páginas del álbum encontré un trozo de periódico local, en que se le hacÃa una crónica. El hombre habÃa perdido a su esposa y a su hija en un accidente automovilÃstico, en las cercanÃas de Lota, hacÃa como diez años. El hombre, para hacer su trabajo de duelo, ¡emprendió un viaje!
enero 2004