Adiós al Septimo de Linea.

{mosimage}El psicoanálisis siempre enalteció y recurrió con frecuencia a la
literatura. Freud la
considera, entre otras áreas del conocimiento, como una de las más adecuadas
para la formación del analista, ya que a su juicio, la literatura detenta un
saber que es próximo a la teoría analítica.



 


En mi trabajo de escritura sobre la escena plástica chilena, he recurrido a ciertas operaciones conceptuales propias de la teoría analítica, con el propósito de atravesar discursivamente el territorio conformado por las obras de mi deseo en la crítica. En la ominosa zona del “deseo de conocimiento” de las obras, en el establecimiento de lo “no sabido” del saber del arte, he podido formular algunas hipótesis sobre la consistencia de un campo de obras susceptibles de configurar una representación de identidad plástica. Ello me ha permitido formular un criterio de periodización para los últimos cuarenta años de productividad, que he denominado Artes de la Huella, Artes de la Excavación y Artes de la Disposición.


 


 


Ya son numerosos los textos [1]en que he desplegado los criterios que me condujeron a tentar este tipo de periodización. Lo que importa en este coloquio es el modo cómo la denominación de Artes de la Excavación no es el resultado de una aplicación arbitraria, sin relación alguna con la materialidad de las obras, sino por el contrario, está determinado por sus diagramas de base. Si hay mención a esta noción es porque hay referencias directas a los métodos de excavación en arqueología y a los estudios de la escena del crimen en la investigación policial, invertidos como procedimientos de construcción de obra en la escena plástica chilena de la última treintena. Los cuerpos están allí. Los cuerpos de obras están allí. Algunos han sido escamoteados, han sufrido violentos procedimientos de reducción. Pero finalmente, a través de sus restos, siguen estando. Aparecen. Como restos metonímicos de una corporalidad puesta en suspenso.


 


 


Lo anterior no hace más que reproducir los términos planteados a través de una hipótesis de trabajo suplementaria, que sostiene lo siguiente: la pintura chilena le tiene horror a la representación de la corporalidad. Esta hipótesis posee un carácter subordinado en relación a una hipótesis anterior, que me permitió trabajar analíticamente sobre la autonomía del campo plástico chileno y que formulé de la siguiente manera: la pintura chilena no ha sido más que ilustración del discurso de la historia.


 


La conexión entre ambas hipótesis nos permite formular otras hipótesis subordinadas, tendientes a delimitar una línea de estudios sobre las relaciones entre fobia representacional e ilustración de la historia. Justamente, la aparición de las Artes de la Huella a comienzos de la década del sesenta pondrá en relevancia la cuestión de la presentatividad: habeas corpus. Pero será a través de sus actos indicativos más primarios y no mediante la representación de la facialidad. En efecto, lo que podríamos denominar “política del retrato” –representación “oficial” de la corporalidad- fue conminada a batirse en retirada por la presión clasemediana del bodegón y el paisaje. Este ya fue una primera (a)versión de un rencor clasemediano que desplaza de la pintura la escena de la pose referencial, en parte, porque no había logrado socialmente construir(se) la pose a la medida.


 


En mi trabajo me he concentrado en el momento de autonomización de la ilustración, investigando la coyuntura plástica de comienzos de los años sesenta. Este sería, efectivamente, un momento identitario ascendente en la plástica chilena. El período anterior, remitido a las décadas de los años cuarenta y cincuenta, permite la aparición de un paradojal rasgo identitario deflacionario. La palabra es exacta: la deflación se salva en una desafiliación. La escena plástica chilena ingresa en una fase de peligrosa des-afiliación, respecto de los rumbos que adquiere el desarrollo del arte contemporáneo desde la inmediata post-segunda-guerra. La pintura chilena de los años sesenta, en cambio, introduce un elemento de ruptura radical que permite que el cuerpo se haga presente a través de sus indicios, efectivamente, indicativos de un deseo de inscripción en una historia ascendente.


 


Valga esta necesaria introducción para habilitar mi incursión en los incidentes terminales de una obra literaria chilena, cuya publicación coincide con la aparición de las Artes de la Huella. Pero la coincidencia es forzada. Más bien, producto de una marcha forzada entre dos tipos de productividades; dos tipos de relación con las representaciones de la historia. Si por un lado, la pintura de los sesenta pone en operación la inscriptividad de gestos sociales en una escena contemporánea, la obra literaria que despierta mi atención remite al relato de una epopeya militar ocurrida a fines del siglo diecinueve. Tenemos, pues, dos estrategias de invención de identidades: una, pictórica, volcada hacia adelante; la otra, literaria, remitida hacia la reconstrucción de un pasado glorioso, como pasado perdido. Pasado glorioso de una socialidad perdida, de “antes de la guerra”, civil, por cierto. Me refiero, en términos específicos, al fantasma de la Guerra del 91. Me pregunto hasta qué punto dicho fantasma ha sido una base constituyente en los modelos de socialidad de la historia política chilena. Fantasma que ha operado en proporción directa con la repetición compulsiva de la frase encubridora que la clase política ha hecho circular sobre la vigilancia militar de la vida social. La frase encubridora realiza el “trabajo de inteligencia” al interior del discurso unitario de la nacionalidad, desviando la atención sobre la precariedad del ejercicio democrático. Con mayor razón, nuestro interés se dirije hacia una obra que rescata las ensoñaciones coloniales y expansivas del Estado chileno, como gesto reparatorio, en un momento particularmente decisivo de la desconstitución oligarca, que se ve afectada en dos terrenos simbólicos básicos: el cuestionamiento de los sistemas de tenencia y de propiedad de la tierra. Estamos en los inicios de la década del sesenta y el fantasma de la reforma agraria como proto-guerra civil inicia su visibilidad ineludible. Estos son los años que señalan la coyuntura intelectual y política en que es publicada la novela Adiós al Séptimo de Línea, de Jorge Inostroza.


 


En esta misma época se publican las novelas de José Donoso, El obsceno pájaro de la noche y El lugar sin límites. Comparadas mañosamente las obras de José Donoso y de Jorge Inostroza, las del primero corresponden a las de un escritor proveniente de una gran familia oligarca que posee la audacia diagramática de narrar “las memorias desconstituyentes de la tribu”, mientras que las obras del segundo remiten a las de un plebeyo que trabaja como guionista de radioteatro. En términos de Vargas-Llosa, Inostroza es un razonable “escribidor” que nos habrá ofrecido la escritura del primer “best-seller” de la literatura chilena, no siendo reconocido siquiera, por sus pares… literarios, se entiende. En definitiva, Inostroza era un hombre de radioteatro y le hablaba a las “tripas” de los radioescuchas, en un momento de apogeo de la cinematografía mexicana en Chile. En términos estrictos, el público de Inostroza no es, necesaria ni primeramente, lector, sino radioescucha. Es preciso preguntarse, sin embargo, porqué en la radiotelefonía de ese entonces podía tener tanto éxito una serie radiofónica titulada “Gran Radioteatro de la Historia”. Probablemente, es por la boca de Inostroza, el plebeyo, el nacional-popular, que habla un cierto inconciente de la reparación chilena sustitutiva, deseosa de poner en escena una epopeya de expansión en los momentos en que sufre su propia subordinación frente a una expansión mayor cuyo flujo resulta incontenible: la era kennedyana, la Alianza para el Progreso. Es decir: en el momento mismo que se hace manifiesta la certeza de la subordinación neocolonial, se desarrolla una sensibilidad patriota a partir de la recuperación de glorias expansionistas pretéritas. Esta podría ser una de las razones “literarias” del éxito de Adiós al Séptimo de Línea.


 


No deja de ser sugerente la triangulación de tres elementos que configuran un tipo de coyuntura intelectual en los inicios de los sesenta: un primer elemento comunicacional, de industria editorial propiamente tal (Inostroza); un segundo elemento de irrupción literaria en sentido estricto (Donoso); y, un tercer elemento, de irrupción pictórica (Balmes).


 


En provecho de mi hipótesis sobre la fobia de la representación de la corporalidad, puedo sostener que esta triangulación es simbólicamente efectiva y eficaz. La aparición de las Artes de la Huella, en los años sesenta, ya está precedida por una novela en que los destinos de los cuerpos son puestos siempre en duda, lo que me conduce irremediablemente a investigar los residuos de nuestra propia tragedia griega, buscando nuestros Creontes y Antígonas de conveniencia.


 


En el caso que me concierne, he recurrido a una “tragedia griega de pacotilla”, vale decir, una novela, que tiene la virtud de ser uno de los libros más leídos por mi generación escolar; siendo una obra que rivalizaba con Ivanhoe y los relatos de la Conquista del Oeste.


 


Adiós al Septimo de Línea es una novela escrita hacia fines de la década del cincuenta por Jorge Inostroza. Se trata del primer best-seller de la historia editorial chilena, por la multiplicidad de su soporte tecnológico. Primero fue el guión de un radioteatro que en virtud de su éxito radiofónico se fue convirtiendo en una novela, publicada por editorial Zig-Zag. Su enorme éxito hizo que la novela fuera transformada, una vez más, en un resumen ilustrado, dando lugar al volumen “Adiós al Séptimo de Línea (en imágenes)”. El gran guión radiofónico se había convertido en una historieta dibujada, luego de darse a conocer como novela, llegando a circular simultáneamente en sus tres soportes. Esto dio lugar a lo que en términos gramscianos se podría denominar “novela nacional-popular”. Justamente, por las proyecciones identitarias que posee.


 


El escenario de la novela es la Guerra del Pacífico, que tiene lugar entre 1879 y 1882 entre Chile, Perú y Bolivia. El título de la novela remite a la formación de un regimiento organizado después del combate naval de Iquique, ocurrido el 21 de mayo de 1879. En este combate, el monitor peruano Huáscar hunde a la corbeta Esmeralda, que está al mando del capitán Arturo Prat. Este combate es un momento identitario clave en la historia de Chile, puesto que desde entonces se señala que en “este país” se celebran las derrotas, como unos momentos claves del identificado nacional: el héroe victimado es un modelo de carácter.


 


Debo recordar a ustedes que en un seminario anterior, en esta misma institución, ya ha habido una presentación sobre la figura identitaria del capitán Prat, en la que se apuntaba a aspectos omitidos por la historiografía oficial. Por ejemplo, que Arturo Prat era un marino de reserva, que no solo había estudiado abogacía, sino que había sido agente chileno, o sea espía, en la Argentina, en el período previo a la Guerra del Pacífico. Este era un momento en que el gobierno de Chile temía una alianza de este país con el Perú, lo que motivaría una extorsión argentina para hacerse de territorios patagónicos como garantía de su no participación en la guerra que se avecinaba. Pero lo interesante de todo esto es el hecho de que Prat era muy poco marino y que, resulta por lo menos paradojal que fuese un capitán destinado al mando de un navío tecnológica y militarmente superado, en la coyuntura de la Guerra del 79. Lo que la ponencia en cuestión reivindicaba era, justamente, el carácter ciudadano de Prat. Y ahí estuvo Prat, el 21 de mayo de 1879, ciudadano de uniforme, dispuesto a saltar sobre la cubierta del monitor Huáscar y morir heroicamente en el intento de hacer volar la nave enemiga.


 


Permítanme recordarles, igualmente, que el almirante peruano Miguel Grau castiga al “cholo” que dispara por la espalda al capitán Prat, manifestando que ésta es una guerra de caballeros, en que los combates deben darse cara a cara. El diagrama de Inostroza se esclarece: los “cholos” disparan por la espalda. Este incidente viene a constituirse en un indicador fundamental, en la medida que en el último volumen de la obra, la campaña de la sierra conducirá al ejército chileno a luchar contra las montoneras del general Cáceres. O sea: en términos de Inostroza, “montones de cholos”, que pelean a traición. La lucha de guerrillas será descalificada por no producir la figura de una “guerra de caballeros” que se miran a la cara. La guerra, desde 1879 a 1882, se degrada progresivamente en la novela. En este proceso, lo que la novela omite es la ocupación chilena de Lima y su política de tierra arrasada luego de las batallas de Chorrillos y Miraflores. Tampoco habla del botín de guerra. Estoy cierto que esta omisión puede ser objeto de otro coloquio.


 


Y luego, por cierto, tanto la historia como la novela consignan el envío de una carta del almirante Grau a la viuda del capitán Prat, devolviendo su sortija de matrimonio y el escapulario de la virgen del Carmen. Con esto ya deberíamos tener material suficiente. Pero tomaré otro camino.


 


El Cobate Naval de Iquique fue informado por telégrafo a Valparaíso y la ciudadanía de este puerto y de Santiago conocieron la noticia, provocando una ola de gran sentimiento patriótico. También fue un momento significativo en la historia de la estampería, ya que ésta fue la primera ocasión en que se imprimió un afiche en litografía, alcanzando centenares de miles de ejemplares, con la imagen del capitán Prat. Esta primera campaña comunicacional industrial fortalece la conversión del ícono en un significante gráfico identitario, que favorece el reclutamiento de voluntarios que deben ser enviados al norte del país a combatir.


 


En el fragor de esta campaña de reclutamiento, se organiza la formación de un regimiento muy particular, formado por los hijos de familias patricias santiaguinas. Hasta ese momento, en el ejército chileno solo había seis regimientos de línea. Este último regimiento organizado será el “Séptimo de Línea” y se llamará Regimiento Esmeralda. Su primer comandante será un coronel manco, de nombre Santiago Amengual, que había perdido su brazo en la batalla de Loncomilla.


 


A estas alturas ya tenemos informaciones que se revelan de gran utilidad para el desarrollo de nuestro estudio: el regimiento está constituído por oficiales de familias patricias y lleva el nombre del navío del capitán Prat (un cuerpo arquitectónico flotante hundido: la “dama blanca”); su comandante es un manco que se ha hecho famoso en una refriega intrafamiliar (por la disputa del poder). El hundimiento de la Esmeralda a raiz de los espolonazos del monitor Huáscar remiten a un acto de violación en que el fierro y el acero quiebran la madera. La tecnología del vapor se impone sobre la “tecnología del molino”. En seguida, la batalla de Loncomilla habla del fantasma de la deslegitimación política que ronda en el imaginario de la oligarquía, anunciando la guerra civil de 1891. La figura del coronel manco viene a introducir la figura de la castración, como es obvio pensarlo, operando en el seno de un sociedad hacendal en que la seminalidad vinculada a la crianza de caballares (remontas) asegura, por sobre todo, la reproducción del poder social.


 


La novela de Jorge Inostroza se arma sobre una trama de espionaje, cuya hebra es conducida por dos mujeres: Leonora Latorre y su criada Elcira. Curioso: ellas hacen una guerra en la que no es propio dar la cara. Son simbólicamente “cholas”, en el diagrama de Inostroza. Ellas conducen la narración, pero son ayudadas por otros dos personajes –el capitán Manuel Rodriguez y su ordenanza, el cabo Acosta-, que aparecen siempre a título de protectores, de correos y de confirmadores en terreno, de las informaciones que obtienen las dos mujeres. Se puede decir que estas mujeres hacen trabajo de inteligencia poniendo el cuerpo en territorio enemigo. Leonora Latorre, para obtener mayor eficacia en su labor se convierte en la amante del general Buendía, que comanda las fuerzas peruanas en la fase de la guerra del desierto, al mismo tiempo que los dos hombres ponen el cuerpo como exploradores de avanzada en territorio enemigo. Estos cuatro personajes forman, si se quiere, una comunidad de “irregulares” que arman el relato de la novela de guerra regular.


 


No es mi propósito resumir los cinco volúmenes de Adiós al Séptimo de Línea. Entraré directamente al quinto, cuyo título es “El regreso de los inmortales”. El ejército chileno ya ha ocupado Lima y debe enfrentar la actividad insurreccional del general Andrés Avelino Cáceres en la sierra peruana. Pero en mi memoria había una confusión de los títulos. Siempre pensé en el titulo del último volumen era “Los batallones olvidados”. La importancia de este lapsus es que la novela introduce un elemento de disociación significativo: una vez ocupada Lima, la clase política chilena termina, efectivamente, por olvidar a los batallones que operan en la fase más sucia de la guerra; es decir, contra la insurgencia.


 


En los primeros volúmenes, la guerra es asunto de ejércitos, que de alguna manera se enfrentan, cara a cara. En el último volumen, la política de ocupación pasa al primer plano. La insurgencia de Andrés Cáceres tiene por objetivo combatir la política de ocupación chilena. Los chilenos deben, entonces, cazar a Cáceres para impedir la consolidación de un gobierno peruano que dificulte las condiciones de la post-guerra. El marco general está dado por una lucha de inteligencia, que se hace cada vez más fina. Adiós al Séptimo de Línea se arma como un tipo de novela policial desplazada. Esto la conecta con la procesualidad de las obras plásticas más significativas de los años ochenta, en relación al diagrama de la investigación policial. Pero además, señala la sobredeterminación del “discurso de inteligencia” en la interpretación de la historia reciente.


 


Ahora bien: la ocupación de Lima configura otra escena simbólica, en la que el comandante en jefe de la ocupación chilena es el almirate Patricio Lynch, llamado “el principe rojo”. En la novela, Lynch se hace de una amante, peruana, doña Tereza Vélez Astorquiza. Esta querida es una dama de la oligarquía y será un factor fundamental en el desenlace de la novela. Al mismo tiempo que es amante de Lynch, por amor a su patria, se hace miembro de un Comité Patriótico de Resistencia. El trabajo de inteligencia permite descubrir la trama de una conjura, en la que Leonora Latorre se ve comprometida, sin quererlo “subjetivamente”, en la incriminación de Tereza Vélez. Leonora Latorre, personalmente, no desea verse comprometida como la causante de la caída de la amante de Lynch, pero por razones de estado debe convertirse en la causa eficiente de ésta. Lynch rompe con su amante y la somete a humillación pública.


 


Lo que importa aquí es poner en relevancia el hecho de que tanto Tereza Vélez como Leonora Latorre ponen el cuerpo, ubicándose en la primera línea de la batalla de los “irregulares”. Llevarán la peor parte. La historia solo habla de “regularidades”. La novela se ocupa de “irregularidades”. Lo que no deja de ser interesante en la coyuntura intelectual marcada por este coloquio.


 


En “El regreso de los inmortales” aparece el relato de otra derrota chilena, que se ha instituído en fecha emblemática: la batalla de La Concepción, donde fueron masacrados por las montoneras serranas los setenta y siete soldados del Regimiento Chacabuco, al mando del teniente Ignacio Carrera Pinto. Esta batalla tuvo lugar el 9 y 10 de julio de 1882 y se transformó en un hito. No solo esta fecha dio lugar a que ese día se celebrara “desde siempre” el día de la infantería, sino que la dictadura de Pinochet ideara un programa de festejos, consistiéndo éstos en una velada nocturna, en que setenta y siete de los jóvenes más representativos de la vida nacional, eran conminados a homenajear a los setenta y siete mártires de La Concepción. El ejemplo de estos mártires debía ser un faro para los jóvenes (¿mártires?) contemporáneos de los inicios de la dictadura. Por lo demás, Adiós al Séptimo de Línea (en imágenes) comenzó a ser distribuído hacia fines de los 70´s, como inserto en los números de una revista magazine de gran circulación. Solo que el estilo gráfico de las ilustraciones había sido concebido en una coyuntura pre-televisiva, radiofónica, teniendo como referente editorial el OKEY. Después de décadas de desarrollo de nuevas narrativas audiovisuales, Adiós al Séptimo de Línea (en imágenes) aparece como una pieza anticuada. Esto habla de una de las tantas paradojas de la dictadura, en que la propaganda nacionalista propugnada por los sectores más duros, poseía una sustancia de expresión que no correspondía al desarrollo de las nuevas narrativas puestas en vigor por las nuevas inversiones que tienen lugar en el sector industrial editorial.


 


Si bien, hacia comienzos de los sesenta ejerce funciones de obra nacional-popular, distribuída en tres soportes editoriales, a fines de los setenta apenas satisface una política de propaganda de los grupos más nacionalistas del gobierno militar, que al distribuirla en su versión ilustrada, manifiestan su propósito de considerar la obra como un manifiesto patriótico ad usum delphini. En esa coyuntura es probable que los sectores nacionalistas se enfrenten a la necesidad de resemantizar el uso de nombres como Pisagua o Chacabuco, que desde 1973 en adelante son vinculados en la memoria presente a la existencia de campos de prisioneros, dejando de ser asociados con hechos de guerra de 1879.


 


En “El regreso de los inmortales”, Jorge Inostroza describe con detalle las mutilaciones que fueran objeto los soldados muertos y las cantineras que acompañaban a las fuerzas. Este relato es similar al de otra derrota, ocurrida durante la campaña del desierto, especificamente en la Batalla de la Quebrada de Tarapacá, en que las cantineras fueron masacradas, sus senos rebanados y sus vientres abiertos a golpes de bayoneta. En síntesis: dos derrotas, dos relatos de (grandes) mutilitaciones, a la orden del día.


 


En el relato de Inostroza la mutilación de los cuerpos es una práctica que anticipa lo que voy a relatar a continuación. Fuerzas chilenas de refuerzo llegan a La Concepción a los dos días de ocurrida la batalla. Inostroza es ejemplar al respecto, abundando en detalles sobre la persecusión y ajusticiamiento de los rezagados de las montoneras. Luego vienen los relatos de dos o tres combates sangrientos.


 


En uno de esos combates, muere Martiniano Santa María, oficial del Séptimo de Línea, que ha realizado toda las campañas de la guerra junto a su amigo, el teniente Alberto Del Solar.


En el comienzo de la novela, cuando se forma el regimiento Esmeralda, el teniente Del Solar promete a la madre de su amigo traerlo de vuelta. Promesa a lo Natal: a la madre y a la novia. Pero éste es muerto en la ciudad de Oroya. Del Solar está desolado. No se conforma con haber dado sepultura, con honores militares, a su amigo. La columna militar abandona el lugar y se establece en un pueblo cercano.


“Cuando se enteró de que íbamos a quedarnos veinticuatro horas en Pachachaca, lo invadió una insana alegría, y en lugar de echarse a descansar se puso a trajinar por el caserío, y unas horas más tarde regresó a nuestro vivac cargado con los restos de una caja de lata, que sirvió para guardar galletas o algo parecido. Apartado de la fogata central, estuvo trabajando en ella afanosamente, torciendo la lata, acomodándola, reforzándola en las junturas y midiéndola en la mochila”. (El regreso de los inmortales, p. 321).


Una vez realizada esta faena, el teniente Del Solar abandona el campamento. Sus amigos se acercan al capitán Manuel Rodriguez, que acompaña la columna, haciendo su trabajo de espía y explorador. Conocedor de la zona y amigo de Del Solar, parte en su búsqueda, regresando a Oroya.


El capitán Rodríguez es uno de los personajes claves de la novela y ha conducido la narración a través de los cinco volúmenes. La trama ha permitido que Leonora Latorre y el capitán Manuel Rodríguez se enamoren. Pero Leonora estaba casada con otro oficial del Septimo de Línea, que era amigo, también, de Del Solar. Esto no impidió que Leonora, al comienzo de la novela, se convirtiera en amante del general peruano Buendía. Esta actividad significó graves pérdidas a Buendía, como se podrá apreciar. El general es responsable de las derrotas que permiten la pérdida, para Perú y Bolivia, de importantes territorios. El propio esposo de Leonora, en una batalla, pierde un brazo. Al igual que su comandante, exhibirá la manga de su guerrera, vacía. En esta novela siempre habrá paño que cortar.


Pero en Lima ocupada, el general Buendía reaparece, proporcionando información a la amante humillada de Lynch, la que tiene un doble motivo para vengarse de Leonora. Las leyes de la guerra pública se disuelven en los códigos de la guerra privada. Como en un buen proyecto novelesco balzaciano-bonapartista, las refriegas de alcoba se ponen en escena como antesalas anticipadas de las grandes refriegas de masas. Sin embargo, en el mismo instante en que el capitán Rodríguez salva a Del Solar, no puede salvar a su amada. Leonora ha quedado desprotejida en Lima, abandonada a su suerte, porque su servicio ha sido disuelto: su propio “batallón” ha tenido que ser sumergido en el olvido de la historia. Solo queda convertida en una ciudadana chilena que se ve obligada a regresar a su país, para reunirse con su esposo y formar una familia. Pero su vida ya ha sido suficientemente “irregular”, que no puede regresar a la regularidad de la vida conyugal. El amor que alguna vez experimentó por su esposo, ahora manco, falto de brazo y falto de su amor, ya se ha desvanecido. Desafiliada de sus funciones, tampoco posee estatuto para permanecer con el capitán Rodríguez. Ambos, “irregulares”, no puede producir regularidad alguna.


Mientras Leonora Latorre hace sus preparativos para abandonar la escena limeña, Rodriguez y Acosta encuentran a Del Solar en Oroya. A lo primero que se enfrentan es al hecho de que la sepultura de Martiniano Santa María está vacía. Luego, descubren una pequeña columna de humo, que por brotar detrás de una de las bodegas de minerales, resultaba poco visible. Se adelantan, ingresan a ella, la traviesan y se asoman al terreno descubierto que se abría más atrás.


“Del Solar se encontraba junto a un enorme olletón de hierro, que hervía sobre una fogata alimentada con los excrementos de los caballos que había mantenido allí la división. Al lado suyo se veía una de las grandes bateas para tratamiento de minerales, que abundaban en ese lugar. Más lo que primero dio luces a Rodríguez sobre la labor que estaba realizando Del Solar fue la visión de un uniforme extendido en el suelo a no mucha distancia. Se veía un capote, una guerrera, un pantalón, dos botines y un quepis de oficial. El explorador sintió que volvía a recorrerle la espina dorsal un escalofrío al reconocer esas ropas. Eran las que llevaba puestas el teniente Santa María al ser sepultado. En ese preciso momento, Del Solar hizo un movimiento que delató su macabra faena. Con la torpeza de un alienado, hundió en la marmita hirviente una pala larga, de las que se usan para extraer lingotes de los hornos de fundición, y, después de revolverla adentro, la sacó cargada con una masa informe. Rodríguez tuvo que cubrirse la boca para ahogar un grito. Aquella era una pierna humana.
Acosta saltó hacia atrás, jadeando como un perro asustado. Rodríguez dejó de mirar y se oprimió la frente con horror, afirmándose en la arista de la bodega, como si fuera a vomitar. Entretanto, el teniente había depositado su macabro cicimiento en la batea, y, actuándo con lentos movimientos de autómata, empezaba a desprender de los huesos la carne rebladecida por la putrefacción y el agua hirviente.(…) Rodríguez hizo un esfuerzo y avanzó dos pasos, pero se detuvo en seco, porque sus pupilas espantadas habían captado el contenido de la batea, qe estaba a los pies de Del Solar. Allí, mezcadas con una masa blanduzca de carne cocinada, se veían una calavera y la armazón de costillas del torso de un hombre”.


No pudiendo detener a Del Solar en su faena, esperan a la salida del pueblo hasta el atradecer.


“Cruzando el cuadrilatero despejado que servía de plaza a Oroya, se veía acercarse a un hombre. Caminaba penosamente, arrastrando los pies como un viejo. Iba con la cabeza gacha y doblegado hacia el suelo. Vestía el uniforme rojo y azul y sobre la espalda le brillaba una cja metálica. No había forma de equivocarse, era el teniente Del Solar”.


Mientras esto ocurría en la sierra, en Lima era secuestrada Leonora Latorre. El teniente Del Solar regresaría a Lima al cabo de unos meses y sería destinado a servir en la cercanía del comandante en jefe, conocedor del incidente que se acaba de relatar. Es a Del Solar que acude Rodríguez, en una vuelta de mano, para inquirir sobre el paradero de Leonora Latorre. No cabía duda que Leonora había sido secuestrada por el círculo cercano al Comité Patrótico de Resistencia, en el que participaba la ex-amante de Lynch. Es preciso señalar que esta mujer, Tereza Vélez y Astorquiza, a raíz de la delación de Leonora Latorre y de las humillaciones que debió enfrentar, perdió el hijo que esperaba de Lynch. Se rompe otra posibilidad de asegurar una filiación. Del Solar se enteraría de esto con posterioridad, cuando le cabría acompañar a Lynch al domicilio de su ex-amante con el propósito de enfrentarla en relación al secuestro. Ante la negativa de Tereza Velez a confesar su participación en el hecho, Lynch amenaza a todo su círculo con el destierro. Sin embargo, a su regreso al palacio de gobierno debe desistir de esta iniciativa, ya que se impone que ello perjudicaría el trabajo que las logias masónicas peruanas y chilenas están realizando para lograr un acuerdo de paz. La ficción de la novela instala la hipótesis de que, finalmente, el acuerdo de paz se forja en los medios de las masonería. No es un dato menor el que en la trama de la novela, el principal sostén del general Cáceres sea el Obispo de Ayacucho. En suma, la novela es en cierto modo anticatólica y antiestadounidense. Son abundantes los relatos en que el embajador de los Estados Unidos en Lima participa de las conjuras en contra del gobierno de ocupación. El uso propagandístico de la novela a fines de los años setenta del siglo veinte tiene que ver con este doble hecho: por una parte, en el involucramiento de la Iglesia chilena, primero en las luchas sociales y luego en la defensa de Derechos Humanos, y por otra parte, en el embargo al comercio de armas que implementa el gobierno de los EEUU.


En la coyuntura del cierre narrativo de “El regreso de los inmortales”, las tratativas de la masonería llegan a buen término. La Iglesia queda reducida a la colusión con el enemigo, de acuerdo a las necesidades de lectura de 1979 y los EEUU son severamente criticados por los dobleces de su política exterior. Había de qué celebrar. El 1 de enero de 1883 se realiza un sarao en el Palacio de Gobierno. En esta ocasión se encuentran Del Solar y Rodríguez. Ambos comprenden que el comandante en jefe ha dejado que la desaparición de Leonora permanezca en la impunidad. Pero sobre todo, comprenden que su búsqueda es un asunto terminado:


“Puestos en la balanza el hallazgo improbable de una agente secreta y la paz, la elección no podía ser dudosa”.


La razón de estado había condenado a Leonora Latorre. Rodríguez regresa a la sierra para participar en la última batalla de la guerra: Huamachuco. La más sangrienta. La más salvaje. El ejército chileno fusiló a una lista especial de connotados oficiales peruanos que se habían levantado en armas, organizando guerrillas. Entre ellos, un hijo natural del presidente del Perú que le había declarado la guerra a Chile. El circulo se cierra. Termina la novela y se cortan las filiaciones: Lynch pierde un hijo antes de nacer y Mariano Ignacio Prado pierde un hijo natural. Rodríguez no encuentra a Leonora y Del Solar traslada en su mochila los restos de su amigo. La guerra ha terminado. Los “batallones olvidados” inician el regreso. Lynch también inicia su viaje de retorno. Pero cuando le cabe presenciar el último desfile del ejército chileno, se le acerca Del Solar para informarle que en la mañana de ese día, los centinelas han encontrado colgando del mástil de la bandera un descolorido abrigo de mujer, con un papel prendido con un alfiler, en el que hay una frase escrita: “Para Patricio Lynch, de parte de las mujeres del Perú”. En ese momento nadie comprende el mensaje. Solo Lynch menciona que se trata de “uno de esos abrigos que usan las señoras para viajar y que llaman macfarlán”.


Del Solar regresa a Chile en un barco de la Armada y se encuentra en la cubierta con José Abelardo Núñez, alias El Profesor, jefe de Leonora Latorre en el servicio secreto. Pero este alias corresponde a la función efectiva que el personaje histórico, de ese mismo nombre, cumple después de la guerra, al instalar en Chile el modelo de la Escuela Normal de Preceptores. (¿No es una joya, Inostroza?).


Pues bien; ante una pregunta de Del Solar, el profesor Núñez, acodado en la borda, con el mentón afirmado en sus manos entrecruzadas, deja escapar la siguiente frase:


”Cierro los ojos y su imagen se me presenta nítida, tal como vino a mí el día que ingresó al Servicio Secreto; su hermoso rostro pálido, en el que destacaban sus grandes ojos verdes, ristes pero decididos; su cuerpo esbelto cubierto con un amplio macfarlán gris…”.


Es una prenda la que condena a Leonora Latorre, justamente, porque la identifica. En otros lugares claves de la novela, es su macfarlán el que la define y la hace reconocible en terreno enemigo. Una experimentada agente secreta debía saber que la persistencia de dicha prenda podía terminar con su vida. Lo sabía demasiado. La prenda viene a ser como la sombra anticipada de su cuerpo, o más bien, la piel restitutiva de una identidad puesta en riesgo constante. Entre un marido que no ama, un amante enemigo y un amor imposible, lo único que la mantiene, a falta de un cuerpo unido, es una identidad vestimentaria. Su fragmentación afeccional aparece en la trama de la novela como una metáfora extensional de la carencia de unidad, atribuíble a la representación identidaria del territorio en disputa. Chile es un país no suficientemente unido, más bien fragmentado, que debe apelar a la inmigración germana desde 1850 en adelante, en el sur, y luego, en 1879, por el norte, a una guerra de expansión, para satisfacer el deseo de una unidad territorial.


Alberto Del Solar recupera los huesos de su amigo Santa María, para impedir que permanezcan en un territorio ajeno. La sepultación fuera del natal puede ponerlo en riesgo de contaminación. El deseo de cumplir una promesa filial se redobla mediante el temor a la amenaza del mancillamiento del cuerpo. Un cierto manual de “limpieza de sangre” lo mueve a regresar con los huesos, guardado en una mochila que hace las funciones de un templete portátil. Los “regulares” regresan; los “irregulares” no tienen regreso asegurado. No todos.


Esto no termina aquí. En algún momento de la trama, Inostroza asegura que el capitán Manuel Rodríguez es un descendiente del Húsar de la Muerte. La novela no solo se revela como una plataforma anticatólica, sino que además expresa un acentuado “carrerismo”. Es decir, frente al orden o´higginista, lo carrerista siempre será portador de “irregularidad”, de insubordinación. Este dato introduce la necesidad de trabajar sobre los calces homofónicos en la novela, que se revelan como particularmente significativos, al menos en dos casos: José Abelardo Núñez y Manuel Rodriguez. Si el primero remite a la valorización del “modelo normalista”, estructurador de las infancias plebeyas, el segundo reivindica la labor organizadora del Estado, de quien fuera su referente político: José Miguel Carrera. Paradojalmente, un aristócrata. O´Higgins, en cambio, es el hijo bastardo de un irlandés al servicio de la Corona española y que fuera exgobernador de Chile. Entre sus más significativos actos de gobierno está el hecho de haber abolido los títulos nobiliarios. Pero es el oligarca el que se levanta en contra del plebeyo, declarado Director Supremo. Es el plebeyo el que triunfa, sin embargo.


Inostroza, plebeyo literario, reivindica sin embargo a un deudor del nombre del oligarca “irregular”: Manuel Rodríguez. No deja de ser paradigmático el hecho de que Manuel Rodríguez, el portador del nombre y de los efectos de su destino, haya sido muerto a traición y sus restos abandonados semisepultados a la vera de un camino. Manos piadosas le dieron cristiana sepultura y ocultaron el nombre del sitio del entierro. Pasadas la Guerra del Pacífico (1879-1882) y la Guerra Civil (1891), en 1895, se constituyó un Comité Patriótico por decreto del Supremo Gobierno, que tuvo por función indagar y descubrir el lugar de la sepultura, dando lugar a una polémica sobre la autrencidad de los restos encontrados. Una de las piezas claves de dicha polémica fue el relato del estado del uniforme y de las características de la guerrera que vestía Manuel Rodriguez en el momento de su muerte. Es decir: los restos de cuerpo fueron reconocidos por el significante vestimentario. No está de más informar que los trabajos de esta comisión fueron refutados por personeros del gobierno, convirtiendo el informe en una mera conjetura. Pero los miembros del comité contraatacan sosteniendo que el relator de la refutación es un reconocido historiador o´higginista, empecinado en mantener el cuerpo del prócer insepulto. Lo que aquí importa es reconocer la existencia de un asesinato político y de una desaparición “primordial” en la escena republicana chilena. El crimen es fundador del orden. Los restos deben ser “sumergidos”. Pero “sumergir”, aquí, no es sinónimo de sepultación. La palabra “sumergir” trabaja con la pragmática de la suspensión: un nombre no corresponde, un cuerpo no es habido. Lo no habido no pertenece a la patria. El teniente Del Solar recupera los restos de su amigo para hacerlos presente en el regreso a la sanción de la familia. Todo permanece en el orden simbólico. Sin embargo, la novela hace estado de la irregularidad del imaginario mediante la relevancia del sustituto.


Pues bien: en la novela de Inostroza la filiación queda salvada por el acto fraterno de recuperación de unos restos, estableciendose el valor de su recuperación y de su regreso a lo natal. Es obvio que desde el diagrama de la novela, los “irregulares” no poseen dicho privilegio: lo único que se recupera de Leonora Latorre es su macfarlán. De algún modo, Inostroza escribe que cada sujeto porta consigo la presencia fantasmal de su mortaja. En definitiva, el nombre sobredetermina la hechura del sujeto. El nombre de una prenda sobredetermina el vacío de un cuerpo. El facfarlán viene a corresponder a un molde de cuerpo, cuya hechura supone operaciones de corte que anticipan, una vez más, la conversión de éste en piezas, señalando una cartografía de la mutilación.


En el uso analítico del modelo de la novela se me puede objetar el ejercicio de una comparación forzada e impropia: no resultaría válido homologar la excavación del teniente Del Solar con las excavaciones actuales, de restos de detenidos-desaparecidos. Debo decir que no hay homologación, sino escena “primordial” del orden político, con el propósito de restar eficacia al argumento de la excepción o del “exceso”. Lo extraordinario de la novela es que junta el fantasma de Manuel Rodríguez, cuya sepultura aparece negada al conocimiento, con el desentierro de Martiniano Santa María. En este desentierro hay un acto fundamental; diría, fundante: la separación de sus restos en materias duras y materias blandas. Las materias duras son recuperadas y convertidas en objetos-fetiches del culto filial. Solo en esa condición pueden ser traídos de regreso, para habilitar la sepultación como una condición del trabajo de duelo. Valga hacer recordar que hacia el término de la dictadura, los restos de los campesinos encontrados en el horno de Lonquén, una vez reconocidos, no son devueltos a los familiares en el Instituto Médico Legal, sino que son enviados directamente a Melipilla para su entierro por oficio, sin ceremonia, sin familiares. Es decir, como desafiliados. Ese fue el castigo a quienes trabajaron en su búsqueda y reconocimiento. Los “irregulares” de la historia social presente fueron regularizados por y desde la excavación de sus restos. Excavación que hace respetar sus protocolos. Del mismo modo que los restos excavados en Pisagua, en 1991, exhibidos ostentosamente en la portada de los periódicos, como si mediante la sobreexposición, los Medios pudieran reparar casi dos décadas de “sumergimiento”, de entierro.


Para terminar: los cuerpos recuperados y expuestos de Pisagua tenían, sin embargo, un denominador común: estaban vestidos. Uno de ellos, que tenía los ojos vendados, lucía un pull-over remendado que hacía operar, por extensión, la función del macfarlán ya mencionado. En esa función nominal e identificatoria, lo que hacía punctum, era, justamente, el trazo gráfico del remiendo; el remiendo, como trazo gráfico.


noviembre 2002


NOTAS



  • [1] Justo Pastor Mellado, “Realismo y desertificación en la pintura de José Balmes” (Heterotopías, Cinco versiones del sur,) Centro Nacional Reina Sofía, Madrid, 2000; “El concepto de filiación y su intervención en la periodización del arte chileno contemporaneo”, Coloquio Arte, pensamiento y política, CONAC, Caracas, agosto 2001. [volver al texto]

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