La fisura del perro vago.

En el mes de febrero se verifica un rito mediático que consiste en la presentación de un caso, preferentemente vinculado a las prácticas artísticas, que contenga elementos de polémica suficiente para forjar la amenaza de una alarma pública.

Generalmente, fue el Fondart. Es curioso que una vez renunciada Nivia Palma pareciera que el problema hubiese sido resuelto. Jamás ha quedado en claro cual era, realmente, el problema. Digo, de su renuncia. Había, al parecer, en dicho servicio, una “torta mil-hojas” de problemas. No se ha analizado suficientemente el hecho que hubiese sido un miembro del equipo “panzer” de La Moneda, Eugenio Llona, el encargado de regresar a la División de Cultura, a un cargo subordinado, para “poner orden”; es decir, vigilar de cerca, a la dupla permanente Di Girolamo/Rivas. Esto implica (en)cubrir la “torta mil-hojas” con la crema de la normalización, teniendo como fondo referencial el texto del proyecto de Nueva Institucionalidad Cultural (¿NIC?). Al menos, el equipo ministerial re-jerarquizado habrá logrado que, al menos, este mes de febrero el Fondart no está en las portadas de los periódicos.

Por otra parte, aún así, el rol fiscalizador de la prensa no se aplica cuando se expone el juego de su propia sordidez epistemológica. De este modo, había que esperar una sorpresa. Ahora, siempre hay alguien dispuesto a satisfacer las necesidades rituales de la prensa. Más aún si en ello se ven involucrados sectores ultraconservadores y sectores “extremos” de la escena plástica. Como si ambos “extremos” estuviesen siempre dispuestos a proporcionarse una ayuda mutua para poder estar en los medios. Eso, Becerro lo sabe. Ha sido su gran inversión, en proporción directa con el irrespeto que se ha construído entre sus colegas. Justamente, por la odiosidad con que programa la confusión de los términos que pone a circular. Porque, de manera estricta, La Perrera, ha sido el síndrome de su modalidad de inscripción, adoptando contradictoriamente la figura del perro vago del arte.

Pero Becerro no calza con la fisura social del perro vago, ya que siempre ha tenido perrera. Es más bien su actitud cultural la que hace problema, construída para erigirse en gestor de un “centro de acogida” para jóvenes artistas, en que la insuficiencia museográfica es “ley”, y en que el precio que éstos deben pagar por aparecer exponiendo allá, es asumir la condición de “perros vagos” que éste les atribuye. En este sentido, Becerro trabaja su espacio esgrimiendo condiciones extremas de explotación de la dignidad de los propios artistas. Y los artistas, caen a sabiendas en la trampa, porque al parecer están convencidos de que hay que pagar un precio como ese, en un espacio endogámico como el santiaguino, cuando no están dispuestos a forjar con su propio esfuerzo alternativas de autogestión.

Dicho sea de paso, la explotación de la dignidad artística no es solo una condición de La Perrera, sino de otros centros de acogida dirigidos, curiosamente, por artistas. O sea, así las cosas, los artistas emergentes no necesitan de enemigos. Les basta con sus colegas que ejercen la pequeña cuota de poder que los distingue, a su vez, como mandaderos de otros artistas que, a su vez, etc. Y así, el circuito no solo se empequeñece, sino que se intoxica.

De este modo, La Perrera es solo una configuración extrema de un sistema de circulación de arte que se las juega a ser reconocido como “alternativo”. Habría que revisar sus dispositivos de financiamiento. En todo caso, la explotación se extiende a escuelas de arte que organizan “curatorías” de fin de año, justificadas solo por la necesidad de llenar los cupos de matrícula del próximo período de inscripción. Este es el otro rito de febrero: asegurar las matrículas. Becerro se ubica en el mismo horizonte, pero devolviendo al sistema el rencor de un reconocimiento no suficientemente habilitado. El ya está “matriculado”. Ya lleva demasiados años sin despegar. Solo le queda montar operaciones de alta rentabilidad mediática, haciendo explotar “bombas de racimo” de des-información.

En este proceso, la sordidez de los medios expone sus mejores piezas, consolidando la confusión buscada por Becerro. Los medios, curiosamente, “son hablados” por Becerro, y Becerro es “hablado por los medios”. Porque existe, en efecto, una gran malestar mediático ante las producciones visuales. Todo esto, no interesa sino en la medida que se puede penalizar a la escena, por las “perversiones” que es capaz de acoger. Pero esta manera de comportarse de los medios, es la propia perversión que los constituye en productores discursivos que adelgazan las propuestas que, en el fondo, delatan su propia impostura.

En definitiva, de lo que habría que hablar es del propio concepto que habilita la existencia de La Perrera, como “centro experimental”. Nadie se pregunta sobre el carácter, efectivamente “experimental”, de las experiencias allá realizadas. Es decir, ¿cuál es el estatuto de la propia noción de “experimentalidad” en la escena productiva del arte? En el entendido de que se trata de un debate que ya ha sido sancionado, con la sola existencia de las obras chilenas de los años ochenta; me refiero a Dittborn, Leppe, Altamirano, CADA.

Es decir, ¿a qué se le puede llamar “experimentalismo”, si esas mismas obras pusieron en duda la propia noción? O bien: ¿bajo qué condiciones de desconstitución institucional La Perrera trabaja en la distorsión de lo que un lugar significa, en cuanto a la capacidad de instituirse como “lugar otro”? Lo único que se puede encontrar sobre el tema en esta escena, es un acopio de apuntes que algunas escuelas han editado para mejorar el nivel de conocimiento en historia del arte. Becerro sabe que su “experimentalismo” ha sido cancelado por los efectos de la propia historia de desplazamientos objetuales, a la que jamás perteneció. Carente de obra, su “obra” consiste en la “regencia” de un “espacio en situación irregular”. Pero su “irregularidad” está regulada por la espectacularización de sus actos fallados. No fallidos. Estos últimos entran en el terreno de los lapsus. El acto fallado consiste en una producción reglamentada, cuyo propósito es producir victimalismo a bajo precio. Es decir, se trata de una “irregularidad” montada especialmente para producir el estatuto del “marginal” que, en los bordes de la institución, sabiendo que no puede avanzar más allá de lo que ya tiene, al menos programa su cierre y cancelación forjando la academia del desaforado.

En este marco, la operación de Verdejo resulta ser previsible, después del asunto de los perros accidentados-embalsamados que Becerro presentó en el Centro Alameda. No era la primera vez que Becerro trabajaba con perros embalsamados. Ya había montado una exposición, algunos años atrás, en que sus animales embalsamados exhibían de manera muy directa su sujeción simbólica a ciertas obras de un artista histórico, respecto del cual debía señalar su extremo malestar. ¿No era Gonzalo Díaz? Habrá que recordar su PHOTOPERFORMANCE de fines de los años ochenta, en la que dispone una naturaleza muerta formada por un diccionario de la real academia, un nivel de construcción y un zorro chileno embalsamado. O incluso, retroceder a su “Pintura por encargo”, en que se le “aprecia” con un perro en sus brazos, frente al caballete que exhibe una pintura “anterior”. (A su “conceptualismo”, por cierto).

¿Qué hacía Becerro en esa época? Todavía no aprendía el oficio de ayudante de taxidermia. Jamás entendería la distinción institucional entre el Museo de Historia Natural y un Centro de Arte. El trabajo de Rosa Velasco, en el Museo de Bellas Artes, en el 2000, y mucho antes que eso, en el Museo-Jardín Botánico de Montevideo, debió haberle proporcionado elementos suficientes como para no cometer los errores del soberbio ignorante. Si ni siquiera, en relación al estatuto del accidente, pudo acceder a la enseñanza que le proporcionaba la obra del joven artista Jorge Gronemeyer, que registraba los restos de perros atropellados una y mil veces en las carretas de Chile, estampados, secos, recortados como siluetas indiciales, antecediendo el concepto de su mortal inscripción imaginal. Esa relación entre salto, atropello y estampación de la fugacidad, elaboraba un discurso de una sutileza y reflexibidad respecto de la que Becerro pasa por el lado. Su negocio es la LITERALIDAD, como en su trabajo del Centro Alameda. Porque lo que allí hizo fue “chacrear” la función del acto balsámico como dimensión reparatoria.

El punto no eran los perros vagos, sino la conversión de las imágenes de la corporalidad, en “restos vagos”, en una coyuntura todavía no cerrada de recuperación dificultosa de cuerpos. Lo que hacía era adelgazar la noción de duelo. El perro vago siempre opera, en ese contexto, como un sustituto. La operación de comunicación la montó la ignorancia artística y el fundamentalismo ecologista del diputado Rossi, en una situación en la que Becerro hacía pasar “piola” la nulidad de su obra. El diputado Rossi defendía el derecho de los animales. De seguro. En la escena internacional ya hay suficientes casos, que bordean el ridículo, pero que funcionan comunicacionalmente y ponen el pantalla a los promotores de tales iniciativas. Ya hace algunos años en el Centro de Arte-Museo Reina Sofía, no se pudo montar una instalación de Kounellis, en la que había un loro, al que había que proteger del stress causado por su cautiverio en el área del museo. Al menos, era interesante enterearse que los museos pueden causar stress.

En Buenos Aires, el artista León Ferrari tuvo que soportar la agresión de las sociedades de protección de animales, que pedían el cierre de su instalación enarbolando los mismos argumentos españoles. Que son los mismos argumentos del diputado Rossi. Y León Ferrari, uno de las más respetados y significativos artistas contemporáneos de la Argentina, simplemente comentó que le sorprendía la solicitud y diligencia con que dichos promotores se movilizaban para defender los derechos de los animales, con todo derecho, por lo demás, pero que en todo caso, no era la misma diligencia ni solicitud que habían demostrado en la defensa de los derechos de personas, detenidas-desaparecidas en la Argentina, entre ellos, un hijo del propio Ferrari.

Habría que reconstruir, entonces, las condiciones de factura de las “piezas” que conforman en Becerro la obra de base taxidérmica, así como la polémica interna en la que ha salido mal parado. Y como salió mal parado en esa polémica interna, no le quedó otra solución que apelar a los medios, contando con un malestar que ambos compartían. Un artista oportunista sabe que siempre habrá alguien disponible, como el diputado Rossi o el abogado Reyes, dispuestos a confundir los términos de los debates, en detrimento de la escena artística.

A Becerro no le bastaba llevar a objeto, por ejemplo, un perro taxidermizado pinchado por una decena de perros para la ropa, imagen que había sido ya instalada en la memoria plástica de Valparaíso por el reconocido pintor Pat. Y con eso, ni se inmutó. Hasta que lo persiguió el avance formal de los trabajos de Cathy Purdy, cuya oveja-mochila llevó a la II Bienal del Mercosur y a ARCO (Galería Isabel Aninat) justamente porque sus animales embalzamados poseían y exhibían una vuelta de tuerca suplementaria, vinculada a la retórica del “glamour” y del “modelaje”, que las obras de Becerro jamás alcanzaron. Hubiera necesitado, quizás, practicar una cierta noción de distanciamiento. Pero el distanciamiento no paga en los medios. Por eso ya nos amenaza, así está planteado, con dibujar con ácido en la piel de unos hijos la imagen de sus padres desaparecidos. Ya hace una década, la joven artista Carolina Bassi -hoy fallecida- problematizó el efecto sígnico de las escarificaciones en la piel, como escritura regulada por las economías del soporte corporal. Y hace más de una década, en esta misma escena, Rodrigo Cabezas, en una operación extrema de desplazamiento del sistema del grabado, inscribió sobre su pecho con ácido nítrico, si mal no recuerdo, la frase “grabado al agua fuerte”. Pero lo hizo en plena dictadura. Pequeño gran dato que le plantea a Becerro una distinción que no está dispuesto a reconocer. Porque en el fondo, lo que hace es valorar invertidamente la tortura, poniendo en escena su goce de la falla en la filiación; de su propia filialidad, en el arte, fabricando la figura artificial del “perro vago”, cuando tiene perrera.

Febrero 2003.

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