Uno de los efectos más significativos que la Primera Bienal de Artes Visuales del Mercosur produjo en la escena plástica chilena, fue reconocer la existencia de filiaciones transversales que, desde un punto de vista formal, permiten afirmar la certera especificidad de un arte del cono sur.
Se trata, por cierto, de una especificidad móvil, que amarra simbólicamente bloques de preocupaciones que se repiten, con algunas variaciones, en todos los países del sur, desde el Pacífico al Atlántico. Al respecto, siempre sostuve que las compatibilidades formales entre Eugenio Dittborn, Gonzalo Díaz, Luis Fernando Benedit y Victor Grippo, reproducían en la década de los 80-90´s el tono de ciertas compatibilidades análogas que ya se habían establecido con fuerza a comienzos de los 60´s, entre la Nueva Figuración argentina (Noé, Deira, Macció, de la Vega) y el Grupo Signo (Balmes, Barrios, Bonatti, Pérez). Uno de los logros mayores del montaje en lo que se denominó Vertiente Política fue la posibilidad de exhibir, en una misma sala, las obras de Balmes de fines de los 60´s y las de Alberto Greco de los comienzos de esa década.
Ahora bien; las compatibilidades entre los espacios argentino y chileno instalaban, al mismo tiempo, la necesidad de comparar el desarrollo desigual que se plantea a propósito del geometrismo y del concretismo, entre las escenas chilena y brasilera, en los mismos años 60´s. No está demás recalcar que en 1965, cuando Eugenio Dittborn viaja por vez primera a Europa, lo hace pasando por Buenos Aires. Imbuído por el signismo dominante en el espacio plástico de ese entonces, se tuvo que enfrentar a las realidades que le plantearía la exposición de Lichtenstein en el Instituto di Tella. Sería éste el inicio de una actitud pictórico-fóbica que atravesaría la consistencia de la escena plástica chilena por más de treinta años. La seriación y la pintura de pattern se establecerían como el dogma analítico de las épocas por venir. Pero Dittborn tendría que regresar en los 70´s, para iniciar su política de alianzas tendiente a aniquilar los efectos de la primera transferencia dura que en arte chileno asegura la modernidad pictórica. Me refiero a la transferencia balmesiana. Por cierto, Dittborn articulará la segunda transferencia, habilitando un sistema de castigo de toda figuración que tuviese atributo manual, reinvirtiendo las condiciones de producción subjetiva de la visualidad.
En mi trabajo analítico actual, he producido dos nuevas nomenclaturas para abordar la complejidad de los regímenes de transferencia que he señalado. Por un lado, hablaré de unas artes de la huella, para referirme a los efectos consistentes de la pintura balmesiana desde comienzos de los años sesenta; por otro lado, hablaré de unas artes de la excavación, para remitirme a los efectos consistentes de los métodos de investigación policial y de la arqueología, desplazados hacia el campo de la productividad artística, desde comienzos de los años ochenta.
Cuando Dittborn pasa por Buenos Aires, en 1965, ya lo han hecho Balmes y Gracia Barrios una década antes, en 1954. Lo harán de nuevo, en 1962. Estas fechas son importantes, en la medida que Balmes y Gracia Barrios se conectan de inmediato con artistas argentinos viajando en el triángulo Buenos Aires-Paris-Barcelona; antes que Gomez Sicre iniciara su estrategia de vigilancia formal desde la Oficina de Artes Visuales de la Unión Panamericana. La exposición de Lichtenstein venía al di Tella, traída por Romero Brest. Dittborn asiste a esa exposición, cuando Balmes ya está de regreso de Europa para hacerse cargo de la Escuela de Bellas Artes y dar inicio a la reforma.
A cinco o seis años de estos hechos, en el Instituto de Arte Latinoamericano, dependiente de la Facultad de la que ahora Balmes es decano, se realiza un importante coloquio con presencia de Aldo Pellegrini y Luis Felipe Noé. Dittborn ha regresado, a su vez, de Europa, pero no participa de este espacio. Al parecer, allí no se practica el latinoamericanismo de su conveniencia. El hecho es que las actas de este coloquio, serán recién publicadas en 1997, gracias a la iniciativa de Gaspar Galaz, artista chileno y profesor de historia del arte, que en esa ocasión registró los debates. El debate en cuestión es leído hoy día como una respuesta anti-imperialista a la política de Gómez Sicre y señala la posición que las instituciones más significativas del arte chileno mantenían al respecto. Mientras tanto, en Buenos Aires la situación del Di Tella explotaba. De alguna manera, Santiago se había mantenido en una política directa de rechazo anti-imperialista. Gómez Sicre nunca pudo afianzar en Chile un espacio favorable para la difusión del arte estadounidense. No se trataba solamente de difusión, sino de modelos de inscripción del artista. Es efectivo que, en el marco del desarrollo universitario de la década del sesenta, el artista visual alcanzó el reconocimiento de un intelectual orgánico. Pero no existía en ese entonces el léxico gramsciano que acogiera esta categoría. Lo cierto es que el artista pasó a adquirir una importancia y un rol que hasta entonces no había sido percibido: el de activador y anticipador simbólico.
Hasta septiembre de 1973, las relaciones privilegiadas del arte chileno se desarrollaron principalmente con el espacio europeo. Ello explica -en parte- la formación del Museo de la Solidaridad , en 1972. Esta decisión no hace sino reforzar la lógica anti-imperialista (estadounidense) desarrollada por el espacio universitario. Dicha lógica, frente al boycot informativo de las multinacionales en contra del gobierno de Salvador Allende, condujo las cosas hacia una situación inédita como desigual. Un número significativo de artistas del mundo, simpatizantes de la Unidad Popular, resolvieron viajar a Chile para imponerse directamente de los hechos y poder así dar su testimonio, para contrarrestar el cerco de desinformación que las multinacionales y el gobierno estadounidense sostenían, en una estrategia preparatoria del golpe militar. Pero un viaje no era suficiente. se hacía necesario un acto de solidaridad mayor. Fue así que nació la idea del museo. Lo curioso y excepcional de esta situación, es que los artistas se congregan para enfrentar, con sus obras, desde sus obras, a los medios. Esa es, me parece, una decisión identitaria del espacio de arte, respecto de las estrategias de subordinación implementadas por el sector hegemónico de la industria cultural chilena de comienzos de los 70´s.
Pues bien: la organización del Museo de la Solidaridad estuvo bajo la responsabilidad de Mario Pedrosa. En el fondo, fue a partir de su red personal de reconocimiento internacional que esta iniciativa pudo materializarse. Lo cual habla de las precarias relaciones internacionales que el espacio decisional del arte chileno en ese entonces, la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile, experimentaba. La política anti-imperialista por ella desarrollada tendría un costo: ser marginada del espacio de operaciones de la Oficina de Artes Visuales de la Unión Panamericana. Dicha marginación está en la base de la autoreferencialidad defensiva de la escena plástica chilena defines de los 70´s. Autoreferencialidad que finalmente le evitó ser completamente desmantelada durante los años más duros de la represión de la dictadura, en proporción directa a la ocupación de dicha escena por los sectores pictóricos surrealistizantes, muy proclives a implementar un latinoamericanismo soft de caracteres mágico-realistas. En ese mismo periodo, el acervo del primer Museo de la Solidaridad fue rigurosamente encajonado y guardado. En el exterior, las tareas de solidaridad permitieron, al menos, la realización de una segunda etapa del museo, consistente en la donación de obras de artistas internacionales que apoyaban la lucha por la recuperación de la democracia. Esta etapa dió lugar a la fundación del Museo de la Solidaridad Salvador Allende. Solo en 1992, el acervo guardado en Chile antes de 1973, pudo ser reunido junto a las donaciones efectuadas durante el segundo período.
Volviendo atrás, es preciso recalcar el ambiente anti-imperialista que nutre la perpcepción del campo de fuerzas existente en el Sistema Internacional de Arte. Entre uno de los proyectos de Mario Pedrosa, estuvo la carta que los artistas chilenos dirigirían a Picasso, para pedirle el traslado del Guernica a Santiago de Chile, bajo el argumento de que los “americanos” no tenían ya derecho a tenerlo, en razón de los numerosos “guernicas” que habían realizado desde 1945. La carta no llegó a destino. La fuerza de las armas fue mayor que las armas de la critica plástica.
En 1973, el golpe de Estado acarreó consigo el exilio de José Balmes, hasta 1984. Durante esos años de ausencia relativa, un tipo de pintura surrealistizante se apoderó del espacio plástico. Por razones evidentes, toda mención al arte latinoamericano en su versión anti-imperialista, fue silenciada en el plano interno. Sin embargo, el discurso latinoamericanista prosigue su reproducción en el exilio, estrechamente vinculado a tareas de solidaridad. La paradoja es que las tareas de solidaridad garantizan y legitiman un arte muralista de carácter denotativo y formalmente regresivo, que desconoce los avances formales que habían tenido lugar desde la década del sesenta. Se produce, entonces, una ruptura entre los agentes plásticos de las tareas de solidaridad y los nuevos agentes de transferencia informativa. Dura condición de estos últimos, puesto que deben operar en contra de un doble frente: los surrealistizantes y los denotativos solidarizantes.
Mientras tanto, en el espacio interno, hacia los años ochenta, comienza a circular Retórica del arte latinoamericano, de Jorge Glusberg. Por cierto, la segunda transferencia dura, vinculada a las artes de la excavación, se conecta con el espacio argentino de manera análoga a cómo esta relación se había producido en los comienzos de los sesenta. La lectura del programa implícito en la obra de Glusberg es asumida por los agentes de transferencia a que me refiero, como un argumento práctico en favor de la inscriptividad de sus obras.
La Primera Bienal del Mercosur puso a circular los discursos que faltaban sobre el período ya señalado. Fue posible, sobre todo, entregar documentos de primera y segunda mano para servir a la reconstrucción de numerosas hipótesis. Me referí a la edición de los debates que tensionaban la escena chilena de los setenta. Lo que hay que decir al respecto, es que sellan un período de discusiones. La dictadura argentina de 1976 redobla el cerco que la dictadura chilena de 1973 había iniciado, sobre las maneras de nombrar el arte latinoamericano. Pero la lectura, en Chile, de Retórica del arte latinoamericano promueve y acelera la realización de trabajos que ya estaban en curso y que culminan en 1980 con la edición de dos libros: Cuerpo Correccional, de Nelly Richard, y Del espacio de Acá, de Ronald Kay. La presencia de ambos, en las primeras Jornadas de la Critica de Buenos Aires, organizadas durante la época de oro del CAYC, había tenido su efecto en la escena chilena. Es preciso recordar que para el bloque artístico chileno vinculado a Nelly Richard, Glusberg era concebido como un garantizador discursivo de primera importancia.
Por cierto, entre las discusiones chilenas de 1972 y las de 1980, un proceso de desmarxistización acelerada de los discursos sobre arte había tenido lugar, para dar paso a una práctica analítica deudora del estructuralismo literario francés. Es en este proceso que el análisis de las condiciones de constitución de las dos transferencias ya mencionadas, permite formular la apertura de una tercera transferencia, cuyos rasgos comienzan a sentirse con fuerza desde mediados de los años noventa: las artes de la disposición.
Si a las artes de la huella corresponde un corpus analítico vinculado al discurso de la izquierda latinoamericana de los sesenta, con sus aciertos, vaguedades y contradicciones, se puede decir que a las artes de la excavación corresponde un corpus analítico dependiente del discurso del freudo-lacanismo latinoamericano de los ochenta. El contexto de emergencia de las artes de la huella puede ser sugerido, más que descrito, por la noción “ascenso-del-movimiento-de-masas”, mientras que el contexto de aparición de las artes de la excavación, puede ser directamente descrito por la noción desfalleciente del “santo sudario”. Este es el significante que recibe la deposición de los restos corporales apenas designables. En este sentido, el freudo-lacanismo, igualmente tardo diferido, permite articular estas artes desde el concepto de trabajo del duelo.
La transición democrática chilena permitirá que la cohabitación de las artes de la huella y de las artes de la excavación, den lugar a un nuevo tipo de presión formal sobre los bloques emergentes en formación, modificando nuevamente la consistencia del espacio plástico. Dicha presión de nuevo tipo tiene directamente que ver con la distancia cada vez más estrecha entre centros emisores de información artística y periferias de consumo retardado con voluntad centralizadora, que llegan a producir situaciones de hibridismo con las artes de los centros emisores que comienzan a su vez a periferizar sus referentes, mediante estrategias globales de normalización museal. Esta situación configuró un nuevo frente de disolución del latinoamericanismo del arte chileno. La primera autoreferencialidad que le permitió a las artes de la excavación, resistir sdurante la dictadura, en el período de transición democrática se convirtió en una ficción inscriptiva que terminó subordinada a los imperativos de victimalidad que durante la dictadura había rechazado. Artistas como Dittborn y Jaar, haciendo carrera con el victimalismo y el desfallecimiento, condicionaron sus obras a las políticas museales de instituciones “progresistas” del Primer Mundo, armando la figura de unos elaborados y eruditos “buenos salvajes” imbuídos por la literatura transferencias de los primeros cronistas de la Conquista. En sus casos, como en muchos otros, emerge un latinoamericanismo soft que recupera sentido en relación directa con el agotamiento y relativa crisis de crecimiento de los circuitos a los que habían tenido acceso, como obras excéntricas.
En términos estrictos, la Primera Bienal de Artes Visuales del Mercosur provocó, para la escena plástica chilena, una aceleración de las conexiones transversales con las escenas de países vecinos; principalmente Argentina y Brasil. Pero sobre todo, significó revisar algunos conceptos sobre la configuración de las representaciones del arte latinoamericano operantes en la escena chilena, desde 1973 en adelante. No es posible sostener una posición fundamentalista y unitaria. Lo que existe es una diversidad de latinoamericanismos. De partida, un latinoamericanismo deudor de un sesentismo revolucionarista; por otra parte, un latinoamericanismo mágico-realista con fuertes expresiones surrealistizantes, y, finalmente, un latinoamericanismo igualmente soft, pero que invirtió sus garantías en el victimalismo erudito. Las exigencias teóricas que planteó la Primera Bienal no permiten la reivindicación programática de ninguno de los latinoamerismos ya nombrados, sino que apuntan a formular hilvanes discursivos que sobrepasan las fronteras y que se legitiman a partir de compatibilidades tecnológicas y formales, no ya “temáticas”.
Tomaré prestado a Marcelo E. Pacheco la noción de conceptualismo caliente, que emplea para abordar el trabajo de Victor Grippo, para hacerla operar en la escena chilena y amarrar los trabajos de Gonzalo Díaz, Carlos Leppe y Arturo Duclos, para producir efectos analíticos comparables. Esto permite, por cierto, relativisar las subordinaciones definitorias de un conceptualismo “regional” apegado a las vicisitudes del conceptualismo anglosajón, postulando una vía de configuración contextual autónoma, que responde a las exigencias formales propias de una historia de transferencias diversificadas, combinadas y desiguales.
Otro ejemplo de los efectos metodológicos de la Primera Bienal en la escena chilena, se verifica en la existencia de un corpus de trabajos que se instala entre lo que he denominado historias de hilo e historias de corte y confección. Se trata, sin más, de obras que se formulan desde el significante tecnológico de la manufactura textil y de la sastrería. En verdad, lo que las sustenta, es una filiación formal que las remite en ultimo término, a las nociones de daño constitutivo a nivel de la trama configurativa del espacio artístico, como a los procedimientos materiales de sus recomposturas.
Ahora bien: la periferización de los referentes con vocación centralista, así como la centralización de las periferias con síndrome de inscripción globalizadora, serán el marco de recursividad que habilitará la hipótesis curatorial de la XXIV Bienal de Sao Paulo: canibalismo e historias de antropofagia. La radicalidad de esta hipótesis apunta a la reversión analítica del espacio latinoamericano, en una medida que desmonta la mala conciencia progresista de los discursos latinoamericanistas a que ya he hecho mención.. Queda claro que no hay política de transferencia sin la habilitación de una política del deseo de inscripción, que es al mismo tiempo, una politica canibal. El deseo de reconocimiento equivale al deseo de ser devorado, para ser digerido y entrar a formar parte del cuerpo del Otro, deseado. La mirada del periférico apunta a producir los destellos que permitan la identificación de su frase distintiva: deseo ser deseado, como una transposición literal de la frase deseo ser devorado. Sin embargo, lo que la transversalidad de las obras del cono sur plantea, es una relocalización libidinal que permita desplazar las relaciones de producción artística, desde la metáfora alimentaria hacia la metáfora vestimentaria. Las estrategias de recompostura apuntan, más que nada, a recuperar la compositividad de la imagen identitaria de los cuerpos, en una coyuntura política cuya garantización pasó por el montaje de plataformas de desaparición.
En verdad, el arte del cono sur está marcado por la defección estatal respecto a los derechos fundamentales de sus ciudadanos. El conceptualismo caliente que cohesiona estas obras se inscribe como una estrategia de objetualidad corporalmente sustentable que reclama, justamente, la recuperación de las marcas residuales; es decir, de las obras como residuos de una marcación que afecta la corporalidad del social. En ese sentido me he atrevido a formular la hipótesis sobre la existencia -en la escena chilena- de un arte de la excavación, como escena sintomática identitaria del período comprendido entre 1973 y 1990.
Sin embargo, ante la necesidad de imponer sus pactos de olvido, la clase política chilena ha planteado al arte de esta última década, un nuevo desafío: el de disponer las marcas para su omisión mediante estrategias de recomposición taxonómica. Solo se dispone como elemento de prueba aquello que ha sido rescatado en excavaciones reglamentadas.
La clase política chilena, recompuesta gracias a la recuperación reciclada del poder simbólico de la oligarquía, invierte todos sus esfuerzos en omitir por sobreexposición la memoria plebeya de los cuerpos. Es decir, la memoria del artista-ciudadano. Las artes de la disposición trabajan en asegurar la continuidad subterránea de la plástica plebeya, forjadora de la modernidad plástica chilena en la década del sesenta, garantizada por las condiciones de aparición de las artes de la huella.
noviembre 2002
Notas:
Catálogo II Bienal de Artes Visuales del Mercosur, Porto Alegre – RG, Brasil, noviembre 1999.