…Relocalización de la Píctoralidad y regreso al objetualismo puro.
Existe una manera de armar la historia de una bienal; esta consiste en reconstruir la empresa de sus emplazamientos. Una bienal es, sobre todo, un momento fuerte de relaciones entre el espacio artístico y una ciudad.
Recuerdo que al saber que el sitio de la Segunda Bienal sería el espacio que había ocupado la antigua empresa de dragado del río, asocié este hecho con dos gestos: por una parte, la ciudad ingresaba, a propósito del arte, en un espacio que le había estado impedido; y por otra parte, la actividad de dragar, de remover arenas y residuos del fondo del río para habilitar la navegación, era una buena metáfora, desde el arte, para indagar en la memoria de las recuperaciones urbanas. Hoy día, a propósito de la “reducción museográfica” de los containers, me cabe pensar en la especificidad del borde del río como instituyente de la representación del paisaje.
Ciertamente, en toda “reforma urbana salvaje”, el arte termina poniendo en valor zonas depreciadas que luego son objeto de grandes operaciones de especulación inmobiliaria. Si somos suficientemente perversos pensaremos que la especulación inmobiliaria pone al arte en la delantera de su estrategia de legitimación. Con esto deseo insistir en que una Bienal es una gran especulación conceptual restringida a las actividades simbó licas que desmontan la lógica de las recuperaciones políticas.
La primera bienal estuvo marcada por el deseo de re-lectura de las escenas plásticas que en el cono sur de este continente resistieron formalmente a los efectos de las operaciones especulativas del arte contemporáneo de hegemonía greenbergiana. La segunda bienal dejó en claro que el “conceptualismo caliente” del cono sur es un espacio de transversalidad que produce una escena artística que no puede ser reducida a las categorías de correcta neutralidad del mainstream.
La tercera bienal concentra su objeto en una polémica específica, propia, que posee unos antecedentes cuya enumeración permite fijar un estado de avance de la teoría y de la producción de obra, en torno a la recuperación del discurso y de la práctica crítica de la pintura, después de décadas de cubrimiento objetual. En el entendido que las producciones objetuales mayoritarias se ha convertido en un nuevo academismo, que ha terminado por banalizar las conquistas políticas del “conceptualismo caliente” de los “orígenes”.
Nuestra posición, más que una conjura en contra del objetualismo, que sería un error político grave, es una apuesta en favor de la apertura de un nuevo espacio de indagación pictórica. Lo problemático, sin embargo, sería que se instalara la convicción de que es la deflación formal de un cierto objetualismo la que permite este giro de la mirada sobre la recuperación pictórica. El punto es sintomático de lo contrario. Los artistas pintores que he invitado a formar parte del envío chileno, se formaron en la filiación de problemas que plantearon las obras de Eduardo Vilches, Eugenio Dittborn y Gonzalo Díaz, visiblemente, a partir de los años ochenta. Waldo Gómez y Rodrigo Vega practicaron la pintura en pleno desarrollo del objetualismo emergente, nutriéndose de sus polémicas y avances formales, pero desarrollando practicamente en la clandestinidad, un trabajo de erudición pictórica de consistente base crítica. Es notable la participación que tuvieran en 1987 en el marco de la exposición “Hegemonía y Visualidad”, organizada por el Instituto Lipschutz, en plena dictadura. Mientras quien fuera su maestro, Gonzalo Díaz, planteaba en esa misma época que sus instalaciones eran extensiones de la pintura, Gómez y Vega se retraían con respeto, para trabajar en la rigorización de un acto pictórico que un cierto neoexpresionismo ascendente se había encargado de fragilizar socialmente.
Si en la coyuntura plástica próxima a los años setenta, se ha podido plantear que la polémica que sostenía formalmente la crítica de la pictorialidad reproducía el enfrentamiento de las nociones de representación y presentación, en la coyuntura de los años ochenta, en cambio, la polémica se trasladaría hacia el terreno de la fotomecánica. Esto se traduciría en una inflación conceptual del grabado clásico que lo conduciría a estatuirse como un modelo de desplazamiento formal que terminaría expandiendo su diagramaticidad hacia el terreno de una objetualidad que se tornaría hegemónica en la década siguiente. El trabajo de Rodrigo Vega y Waldo Gómez se desarrolla, justamente, en el momento de ascenso de la expansión objetual.
Voluspa Jarpa se forma como artista en la misma escuela que los anteriormente mencionados, pero ya ha asumido el sentido político de la parodia de las transmigraciones de la imagen, elaborando un contradiscurso que pone en escena su escepticismo respecto del dogmatismo fotomecánico, llegando a producir unas obras en las que reproduce manualmente la simulación de la impresión serigráfica. Este será un momento táctico en la polémica por la rebaja del peso diagramático de las transmigraciones tecnológicas Su política de transgresiones solo podía ser habilitada después de los años noventa, en el momento de academización de las propias transmigraciones, ligadas a la filiación dittborniana.
El caso de Carlos Leppe es completamente distinto, porque se trata de un compañero de ruta inicial de los artistas referenciales ya nombrados (Dittborn, Díaz), habiendo sido uno de los artífices del “conceptualismo caliente” de la escena plástica chilena de los ochenta, a través de la producción de obras performáticas que son referenciales en la escena plástica de las últimas décadas. Sin embargo, jamás dejó de trabajar en pintura, convirtiéndola en una plataforma de trabajo practicamente clandestina, fuertemente ligada a la polémica ya señalada como la clave de la coyuntura de los setenta. Solo que la presentatividad de los trabajos objetuales de Leppe dotada sus pinturas de una potencialidad crítica que apelaría a la máxima erudición de la tradición, revisitada desde un manierismo depresivo que relocaliza el montaje de los emblemas aristocráticos de la cultura chilena contemporánea. Esta operación sígnica opera como síntoma de la máxima conquista simbólica de la dictadura militar: la reoligarquización de la sociedad chilena.
Solo las artes visuales mantienen en Chile el espacio de anticipación crítica que en los años sesenta había sido encarnado –es un decir- por la sociología y la ciencia política. Es decir, fuera de todo academismo, tanto pictórico como objetual, el envío chileno a la III Bienal de Artes Visuales del Mercosur se propone fortalecer este carácter anticipativo, estableciendo un guión curatorial que satisfaciendo los ejes de la curatoría general, afirma una estrategia de doble soporte: relocalización de la pictorialidad y regreso al objetualismo duro. Lo que implica, por cierto, desterrar toda nostalgia para afirmar el valor de los re-comienzos. Se trata, pues, de recuperar el sentido inicial que tuviera la secuencia de infracciones formales que caracterizaron la escena chilena de los ochenta y que la definieron como el momento de mayor densidad plástica del último período.
Para cumplir con el objetivo antes señalado, en la zona de containers, esta curatoría ha invitado a participar a Catalina Parra y Lotty Rosenfeld, dos artistas cuyas obras marcaron un rumbo y señalaron unas coordenadas muy precisas para la visualidad de las últimas dos décadas. Catalina Parra es de las primeras artistas que en Chile programa desde su obra la analogía frmal entre línea de sutura y trazo gráfico, resemantizando la percepción que hasta entonces se podía tener de la representación de la corporalidad. Lotty Rosenfeld fue miembro del Colectivo de Acciones de Arte y ha desarrollado una obra autónoma consistente, trabajando en las fronteras de la impostura institucional, tanto de la representación política como de la producción de arte. En esta curatoría, junto a la figura de Carlos Leppe, conforman el núcleo histórico de mayor dureza referencial. En el plano objetual, la curatoría ha contemplado la inclusión de trabajos de dos artistas emergentes, Isabel Montecinos y Demian Schopff, que reflexionan, desde otra plataforma, sobre el “mismo problema”: el estatuto de la representación de la corporalidad, en una escena social (re)signada por las “artes excavatorias”. El “mismo problema” es el “viejo nuevo problema” de la plástica chilena: el de la fobia a la representación del cuerpo. Dicha fobia ha debido ser conjurada, en este caso, mediante unas prácticas de recopilación y de archivo que las obras de Isabel Montecinos y Demian Schopff resignifican, en la actual coyuntura. En este sentido, amplifican las tomas de partido formal que ya habían sido señaladas en el envío chileno a la Ia Bienal, en relación a la importancia del eje interpretativo taxonómico. Esta vez, la amplificación del trabajo de archivo llega a afectar la materialidad misma de los informes, estableciendo la radicalidad institucional y conceptualmente conectiva entre patología forense y práctica artística.
octubre 2001
NOTA: Catálogo IIIa Bienal de Artes Visuales del Mercosur, Porto Alegre – RG, Brasil, octubre 2001.