MODERNIDAD EVITADA.

La dulce voz de Helio Oiticica definía la tolerancia expositiva de una de las salas del Reina Sofía, cuando decía que Mario Pedrosa tenía razón al afirmar que el Brasil estaba condenado a la modernidad; que todo estaba en el futuro. Este comentario aparecía en un documental en que Helio relataba la definición de “parangolé” como algo que estaba más allá del vestuario y de la consideración del cuerpo como soporte de arte. Apuntaba, sin más, a instalar la vigencia de la noción de “incorporación”. ¿Y qué era lo que se incorporaba como ideología, en el arte brasilero de entonces? La obligatoriedad de la modernidad, sin duda alguna.


En Chile, ya en 1942, los agentes de enseñanza se enorgullecían de haber cerrado el camino a la modernidad. Solamente en 1965 esta situación fue revertida, dándose inicio a la reforma universitaria, que final y paradojalmente, colocó a la “vanguardia” a la cabeza de la institución oficializadora del arte chileno. Son pocos los ejemplos en que una vanguardia conquista el poder, antes que sus postulados programáticos hayan cuajado en la propia escena. Me dirán: conquistó el poder porque ya había cuajado. Pero eso no es efectivo. Solo cuajó en la universidad. En la expansión partidaria, la petición seguía siendo muralista. Aunque ésta sería una ofensiva inscriptiva que duraría solo hasta 1973. Al fin y al cabo, mientras la histórica escena chilena organiza el retraso de la modernidad, los brasileros están preparando el montaje de un dispositivo que instalará, en su persistencia, la visibilidad del arte brasilero: 1950, Bienal de Sao Paulo. De modo que al momento de pronunciar esas palabras sobre Mario Pedrosa, Helio está participando en los Encuentros de Pamplona 1972, donde, entre otros participantes, habrá que considerar al CAYC de Buenos Aires y su presentación del arte de sistemas. En Santiago, solo había un encuentro de artistas no-experimentales que se reunían para preparar un documento que le irían a presentar luego a los cubanos. Galaz tenía razón: mejor ni hablar de lo que él y sus colegas decían en esa coyuntura, simplemente, por vergüenza ajena. A veces, el trabajo de archivo produce mucha vergüenza. Será por eso, digo yo, que haya tanta gente empeñada en impedir que circulen viejos documentos.

En relación a la hipótesis de exportabilidad del arte chileno y sus relaciones con una posible marca distintiva susceptible de ser convertida en momento privilegiado de imagen-país en el circuito relevante de arte contemporáneo, resulta sintomático reconocer que mientras otras escenas  se sienten obligadas a la modernidad, los artistas chilenos se organizan para conjurarla como política de representación. En definitiva, la modernidad es vivida-aceptada-soportada como una amenaza simbólica decisiva a la hora de señalar la primera gran transferencia del siglo XX, cuyas características ya he señalado en el texto Huella, excavación, disposición; que por lo demás, no hace más que repetir formulaciones que he desarrollado en otros lugares.

Nadie ha querido reparar que la huella coincide con un período corto de ascenso del movimiento social, mientras que la excavación resulta significativa como actividad de resistencia ante una amenaza identitaria que se propone borrar toda huella inscriptiva anterior, lo cual viene a explicar la ostentación impresiva que define la coyuntura de fines de los años setenta y que ha sido denominada como el momento de mayor expresión de los desplazamientos del sistema del grabado. La disposición, en este contexto, corresponde a la impostura constitutiva de la transición democrática, en que vaciado el concepto de ciudadanía de su sentido inicial y reemplazado por la imagen de un sucedáneo orgánico ilusorio de participación social, da lugar a la representación del desfallecimiento terminal de lo que en 1965 había sido sintomatizado como correspondencia estética con el deseo inscriptivo de un movimiento social en ascenso. Lo que quiere decir que, de todos modos, a pesar de los intentos por obligarse a la modernidad mediante una contemporaneización acelerada, las artes de la excavación favorecieron -a pesar suyo-  formas de congelamiento que la fondarización providencialista de la transición interminable terminó por monumentalizar, favoreciendo la excelencia de la endogamia, particularmente con Dittborn y con Díaz. Pero de eso ya se sabe lo suficiente.  De modo que resulta contradictorio el deseo oficial de asegurar condiciones de exportabilidad, para un arte oficial que no satisface los rangos de inscriptividad que han sido definidos por los grupos decisionales del sistema internacional de arte. Este sería el único país que se enfrentaría a la paradojal situación de desear implementar una política de colocación, al tiempo que los agentes más favorecidos por la política cultural oficial se sustraen de dicha empresa.

Si las palabras de Helio se refieren a la inevitabilidad de la modernidad brasilera, los artistas chilenos han pensado que, al menos, hay una noción de modernidad que puede ser evitada; pero se han demorado en exceso en decir de qué modernidad se descolocan, poniendo en ejecución una política de “perro del hortelano“. Situación que podría entenderse como que las prácticas de arte establecen espacios de irreductibilidad formal que son imposibles de ser asumidos por una política de exportabilidad oficial, de modo que en ellas podríamos hacer visible la impostura de la propia modernidad política chilena.

¡No, no, no es posible! Las prácticas de arte ni siquiera sintomatizan dicha impostura porque han abandonado su potencialidad crítica, oficializando una gran estrategia de retensión simbólica, que ha terminado por favorecer de manera orgánica los sentimientos de un desfallecimiento  volcado hacia el hilván victimalizante de la pérdida como marca distintiva.

¿Qué podemos exportar? Me temo que con lo que disponemos, solo podemos exportar la imagen de una victimalización interminable destinada a no permitir cerrar duelo alguno.

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