LA PRODUCCIÓN PARA-OPERAL EN LA CONSTRUCCIÓN DE MARCA.

El 19 de febrero tuvo lugar la mesa redonda en que participaron los artistas invitados a L’envers du décor, el crítico Paul Ardenne (autor, entre otros, de El arte contextual) y quien escribe. ¿De qué manera abordar una exposición con tan variadas obras, que pudiera proporcionar una imagen unificada del arte chileno? Imposible tarea, porque la unificación programática anticipada resulta letal. De manera que solo puedo reconstruir hipótesis de junturas más o menos verosímiles, buscando evidencias subterráneas que satisfagan la ficción de que, al menos, esta iniciativa valió la pena.


En primer lugar, hay que conectar esta exposición con el envío a Venecia. La DIRAC se ha jugado a desarrollar una hipótesis sobre la exportabilidad del arte chileno que ha tenido una particular eficacia, que para recordar y dimensionar sin mezquindad hay que mencionar: ArteBA09, Venecia, Mercosur, Vuitton (París). Eso significa, en términos estrictos, formalizar la circulación de un contingente de alrededor de veinte artistas que porten consigo la imagen-país del arte chileno.  Lo cual  no debe ser  entendido como la posibilidad de que el arte chileno concrete una (certera) imagen-país. El arte está contra las comunicaciones, valga la pena insistir en esto, con la misma fuerza que se instala  contra  la ideología de la  gestión cultural. La exportabilidad del arte solo se concreta mediante el montaje de  un modelo de negocios que combine tareas inscriptivas con tareas especulativas.

Lo que hay que pensar es en qué situación podemos quedar, desde la experiencia de París, manifestando la voluntad de colocación de unas obras, gracias a un plan de manejo -en sentido amplio- que cumpla con los rangos de exigencia que corresponde. Para lo cual, DIRAC, Pro-Chile, Imagen/País deben consolidar una plataforma común que obligue a los agentes locales a elevar el rigor de sus prestaciones. Toda negociación exitosa en este terreno depende de la densidad de las obras.

El otro terreno que entra a tallar en este asunto es el de la prospectiva implicada en estas obras. La mesa redonda en el Espace Culturel Vuitton hizo circular los términos tristeza, melancolía y falta de euforia, para calificar unas obras que asumían el peso monumental del paisaje y la cultura urbana. El punto está en saber si una variante maníaco-depresiva puede ser un soporte de exportabilidad exitosa. Eduardo Olivares, periodista, veterano residente en Paris, definió con maestría dicho propósito: ARTE CHILENO, TRISTES TÓPICOS. (No es un chiste. La preferencia proviene del título de un libro del sociólogo argentino Emilio de Ipola).

Entonces: si el arte chileno desplaza hacia la deconstrucción del paisaje la reconocible fobia hacia la representabilidad del cuerpo, es deseable que con dineros públicos se pueda montar la expresividad de una imagen en que el tópico sea reconocible como marca-país. ¿Qué es lo exportable? ¿Una imagen o la consistencia de un proceso de trabajo? Finalmente, de eso se trata: del arte como proceso de trabajo; es decir, de cómo la obra es capaz de producir insumos que habilitan  su propia garantización.

Se ha llegado a convertir en un lugar común, aquel dicho en que el artista chileno se caracteriza por estar más ocupado del discurso que de la imagen final. La tristeza referencial a la que hacía mención Paul Ardenne se explicaría condicionalmente como  un efecto depresivo que tiene su punto de partida en una  práctica académica punitiva que se ha instalado en las universidades. Los profesores de filosofía que prestan servicio en entidades de enseñanza de arte han desarrollado el deporte olímpico de  someter a los artistas  a toda clase de vejámenes discursivos, promocionando la actitud formal del solicitante de acreditación constante.

Lo que falla en el arte chileno no es el exceso de discurso, sino el propio concepto que tienen los artistas de su  discurso posicional, tanto en el plano de la teoría como del mercado de instituciones habilitadoras (ediciones, galenismo, musealidad, centros de arte, concursos, etc). Sin embargo, es totalmente sostenible que las fallas, tanto  de imagen como de procedimiento, pueden ser un elemento rescatable y convertible en atributo inscriptivo.

En  lo que hay que pensar, más bien, es en asegurar la maquinaria aseguradora de una densidad de imágenes susceptible de competir en el circuito eminente del arte internacional. La marca-país se acomoda en esa restricción de base, que hace que la imagen-país sea el vehículo portador de un dispositivo analítico de gran eficacia.

Es en esta dimensión que adquiere valor una variante local asociada a la pregunta de Teresa Margolles: ¿de qué otra podemos hablar, sino del dispositivo analítico destinado a trabajar la producción de dificultad  del arte oficial chileno?.

¿Qué sería -sin embargo- el arte chileno oficial? Justamente, aquel arte que padecemos como construcción eficaz de la retensión eficaz, en el marco  de una economía “providencial”; vale decir, absolutamente dependiente de los formularios de fondos concursables.

¿Cuál debiera ser la marca-país del arte chileno, entonces? ¡La inscripción de los formularios como plataformas de designación! Esa es una marca de la que todos los agentes hacen carrera con el   desentendimiento. Porque si se trata de dineros públicos, lo mínimo que la sociedad le debe reclamar a los artistas es la devolución negociada de sus inversiones. La solución no está en anotarse para dar cursillos en las poblaciones o en donar una obra, con la que la oficina del Fondart puede justificar  una colección. Se trata de organizar un tipo de devolución simbólica compleja, que haga avanzar de manera significativa la pertinencia y competitividad de una escena, que debe ser ejemplo replícate para la formación de escenas replicantes diferenciadas, porque Santiago no es Chile. Pero ocurre que a final de cuentas, los fondos concursables -de excelencia, por mencionar una línea- terminan siendo un apoyo a la jubilación anticipada, en vez de ser inversiones  de inscriptividad internacional, susceptibles de convertirse en plataformas de arribo.

¿Qué hacer? La respuesta consiste en sostener un paradoja: des-oficializar el arte chileno para levantar una producción para-operal que se convierta en una marca distintiva.

Repito: la marca es un producto de lo para-operal, no la obra (por sí) misma; de lo cual se desprende que lo que tenemos para exportar son  unos “modos de hacer” que deben tener dos condiciones preparatorias expresivas: una, editorial, y la otra, de producción de visitación. Lo que hay que hacer es combinar dos actitudes: una, colocar nuestros valores en “otro lugar“; dos, producir visitación; esto es,   hacer venir a unos agentes para que se enteren en directo de la calidad de los “modos de hacer” ya mencionados, mediante un programa de producción de hospitalidad  que contemple condiciones de acogida de iniciativas  en un marco de residencias complejas, bajo condiciones de recepción concebidas desde nuestro deseo inscriptivo.

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