EFECTO COLATERAL.

A propósito del pabellón chileno en la 53ª Bienal de Venecia se ha planteado una situación que es de rigor abordar, tanto por lo inhabitual de su acontecer como por las  proyecciones formales que implica.

Lo primero tiene que ver con la sorpresa que produce el hecho  de que un artista como Iván Navarro reconozca  el sentido que tiene que otros artistas, como Alfredo Jaar, haya abierto un camino en lo que a inscripción de obra se refiere. Es decir, no es usual en nuestro medio que un artista de una generación posterior salude públicamente los esfuerzos de un artista de una generación anterior, en cuanto a recoger para sí una experiencia que luego convertirá en herencia formal.

Por lo menos, a partir de estos gestos se puede hablar de una cierta continuidad de propósitos. Sabemos que Navarro y Jaar hablan. Hablan de transmisión de discursos de artistas.  Hablan de un modo curioso, cada cual manteniendo la plataforma de origen. Pero Iván Navarro declara  que está más cerca de Alfredo Jaar en su método y en su analítica.

Siempre he sostenido que Mario Navarro está más cerca de Juan Downey. Pero es una hipótesis que no permite lecturas antagónicas, porque ambas obras –las de Mario e Iván navarro- se corresponden en momentos diferenciados de formación; habiendo, ambos hermanos, atravesado por una “cierta minoritaria” enseñanza de la Escuela de Arte de la Universidad Católica, de reconocida filiación vilchesiana.

En la disposición  de los referentes de las nuevas generaciones de artistas chilenos, de lo poco que podemos esperar, tenemos a Jaar y a Downey. Es conocida mi distancia respecto de la política de carrera de Jaar, pero en justicia, más allá de cualquier dificultad, lo que prima es el rigor de las obras. Y por qué no decirlo, la propia generosidad de Jaar en su actitud veneciana hacia la presencia del propio Iván Navarro. Jaar había estado en Venecia. En otras condiciones. Pensemos: hace dos décadas. No deja de ser. Jaar lee en el montaje de Navarro una historia de continuidad personal. ¿Y por qué no pensarlo de este modo?

Comencé esta entrega mencionando  una situación subjetiva, que corresponde a las elaboradas condiciones de transmisión de los discursos directos de los artistas, en un plano de delicadeza inhabitual.  Es tan solo el umbral para referirme a la segunda situación anunciada y que consiste en el relato del montaje del pabellón chileno en los días previos a su apertura.

Cuando se acercaba uno al pabellón, prácticamente montado, con asistentes limpiando y ajustando sonido y luces, se escuchaba la siguiente frase: “hay que ir al frente a ver la obra de Jaar”. Eso quería decir que había que caminar hasta el punto de prensa de la bienal, frente al cual estaba el embarcadero para acceder a la lancha que debía conducirnos al malecón de enfrente, donde se localizaba uno de los proyectos colaterales, sostenidos por la Diputación de Murcia y curatoriado por el artista Jota Castro: el Pabellón de la Urgencia.

En este pabellón junto a obras de Tania Bruguera, Hans Haacke y Fernando Bryce, entre otros, se proyectaba la cinta de Alfredo Jaar, Las cenizas de Pasolini. El análisis pormenorizado de esta obra merece un texto aparte. Ya vendrá. Valga sostener lo siguiente: frente a un pabellón italiano absolutamente berlusconizado, el verdadero pabellón italiano, aquel que la “mayoría silenciosa” italiana no quiere reconocer, está en el Pabellón de la Urgencia, en la obra de Alfredo Jaar.

En efecto, esa es la importancia política y cultural, en el seno mismo de la bienal, que una obra de este tipo ha instalado, al poner el acento en la recuperación crítica de un discurso histórico; a saber, el editorial que en el diario Il Mondo publica Pasolini, en 1975, en la que señala el tipo de responsabilidad que le cabe a la clase política italiana en la des/alfabetización de la ciudadanía. A raíz de ese editorial lo mataron. El sistema político lo mató.

Ese es el tema que repercute hoy, no solo en Italia; el de la sustracción de las condiciones de producción de ciudadanía. Al final, el sistema se encarga de responsabilizar a individuos, por una política de Estado. De ese modo, Las cenizas de Pasolini, cuyo título es un guiño evidente a Las cenizas de Gramsci, que el propio Pasolini mencionara en uno de sus escritos, remiten a reconstruir los efectos de esa “política de las cenizas” que materializa la concreción de unas memorias en conflicto con las gramáticas que fabrican su encubrimiento. Esto nos habla, además, de cómo Jaar llega a Gramsci, a través, desde Pasolini y su retórica visual, entendida como acción política.

En el pabellón chileno se hablaba de la necesidad de ir a ver la cinta de Jaar, porque en cierta medida, se pensaba que era una especie de versión faltante de un común enunciado inconciente. En la obra de Iván Navarro, a mi juicio, lo que se imponía era la huella de las ausencias de los cuerpos; mientras que en la obra de Jaar, al otro lado del canal, como “efecto colateral”, como si estuviese concientemente buscado, el eje estaba puesto en el cuerpo de la voz de Pasolini. De modo que, lo que había comenzado como una expresión de delicadeza formal entre dos artistas, termina leyéndose como una delicadeza cuasi-programática, habilitada por las obras mismas.

Esta ha sido la principal enseñanza que deja la presencia de Iván Navarro y Alfredo Jaar en Venecia; es decir, la realidad de una ficción de transmisión e interlocución de saberes  que permite asegurar la continuidad discontinua de una escena chilena ya cansada de reproducir los mitos que la traban.

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