Ni los cientistas que se ocuparon de renovar el discurso interno, ni los exilados eminentes, escribieron una sola palabra sobre la naturaleza de los totalitarismos en juego en las columnas anteriores. Me lo repitieron hasta el cansancio: no eran los temas que estaban a la orden del dÃa.
Pues bien: los totalitarismos “del otro lado” se derrumbaron y les ahorraron el esfuerzo. Pero no por ello les hicieron la economÃa de sus responsabilidades. De modo que la menor y metodológicamente dudosa referencia a esas residencias forzadas ya mencionadas, dejaron a la vista la fragilidad de los encubrimientos y la obsecuencia de los sujetos encubiertos. Esto indica hasta qué punto se trata de un terreno que en absoluto ha sido trabajado, en su instancia de duelo polÃtico, por las fuerzas que otrora sostuvieran un discurso y un programa libertarios.
El Mercurio del primero de febrero, en su articulo “Espiados por la Stasi con los ojos tapados” continúa la ofensiva simbólica de demolición de imagen de los exilados eminentes. El goce experimentado al imprimir la frase “ojos tapados” no problematiza la situación gráfica referida en las imágenes. Las fotografÃas de los retratados están interferidas por una banda negra impresa a la altura de los ojos, como un procedimiento de desprivatización del retrato, pero obstaculizando el acceso a la representación de la mirada. Lo cual tiene que ver, más que nada, con polÃticas de privacidad y de protección de derechos de autor en la industria gráfica. El empleo que hace el periódico de la palabra “tapados” resulta ofensivo, al menos en dos momentos.
Primero, porque usa un término próximo a los servicios de represión de la dictadura, que efectivamente tapaban los ojos de los detenidos con vendas. Enarbola el efecto de una amenaza a nivel de castigo impresivo, mediante manipulación de imaginarios fragilizados.
Segundo, porque la palabra “tapado”, en el ambiente discursivo construido, los representa como imágenes de unos “fuera-de-la-ley”. En este sentido, lo que se permite hacer El Mercurio es recordarles que son y serán siempre unos “fuera-de-la-ley”; por más que hoy dÃa representen para el diario lo que nunca debió ocurrir: que tengan en sus manos el gobierno de ahora, cuya existencia desean dar a leer como herencia de aquel perÃodo en que Allende gobernó con el voto de inconstitucionalidad, habilitado por ese parlamento, habiendo permitido discursivamente completar la necesidad de su derrocamiento. De ahà que una de las frases recogidas por la crónica del domingo primero sea tan  desesperadamente precisa en su proyección.
Alguno de los mencionados en el artÃculo del domingo anterior habrÃa dicho “Parecemos delincuentes”. Ese era el propósito del diario; que la palabra fuese pronunciada, para que quedara escrita. Porque de ese modo se habilitaba por si sola la frase magnÃfica: “Parecen ajusticiados, dijo otro”. La radicalidad del propósito está en el señalamiento de ese “otro” como soporte de una verdad a ojos vista, como se dice; o sea, que se localiza en la inversión de la borradura de la mirada.
Lo que El Mercurio les está diciendo de manera helicoidal es que los considera, en efecto, delincuentes, y que por lo demás, ya están ajusticiados, por haberlos hecho aparecer de ese modo, ante una historia que siempre ha sido escrita,. . . ¡por El Mercurio!
Lo que resulta sorprendente es que los propios involucrados son quienes en su silencio analÃtico público promueven las condiciones de su desmontaje ético. Es tal la impunidad discursiva que los sostiene, que ni siquiera se han preocupado de cubrir sus flancos, porque trabajan la hipótesis de la “odiosidad polÃtica” de El Mercurio. ¡Pero si éste, se debe a esa odiosidad! Siendo el periódico de garantización de la narración dominante del sentido común histórico, el diario releva problemas que en el seno de la propia cultura de izquierda no han sido levantados. De este modo, aún practicando el olvido de sus propias abyecciones, revierte sobre la izquierda la obligatoriedad de enfrentar la construcción de sus olvidos y omisiones, en proporción directa con su propio blanqueo discursivo.