EL SÍNDROME SALTIMBANQUI EN ARTES VISUALES

Hace unos meses elaboré una hipótesis sobre las difíciles relaciones que entablan los espacios de arte autónomos y las instituciones del Estado. Estos últimos, en la medida cuyo trabajo consiste en la producción de desmovilización y desmantelamiento de las iniciativas microlocales, consideran que todo espacio independiente que se resiste a su autoritarismo blando no merece existir. En tal caso, montan concursos para fondos destinados a demoler las autonomías, poniendo condiciones de gestión que terminan por desnaturalizar los proyectos. Al final, los espacios independientes deben plegarse ante la extorsión diluida que los reguladores  de intensidad social ejercen como parte significativa de su labor. En tal caso, los agentes del sector cultura  se definen por la premura y diligencia manifestada ante las peticiones formales de pliegue.


Lo político está en el pliegue, afirmaba Dittborn; pero lo hacía en relación a  sus aeropostales. Lo político está en el pliegue, estoy de acuerdo, pero en relación a la cultura de la subordinación representativa.

En una ocasión, una alta autoridad del sector cultura me llamó severamente la atención por mi ausencia de inteligencia emocional para tratar con los aparatos del Estado. Es decir, nunca entendí que había que plegarse ante los deseos de unas jefaturas cuya consigna es aplicar unos planes, en cuya formulación la arbitrariedad y desconocimiento de campo son de antología. ¡Qué duda cabe! La desinteligencia respecto de esa emocionalidad es la única garantía que se puede tener para sobrevivir en el trato con ese rango de sub-autoridades.

Este fenómeno ocurre, por ejemplo, con los consejos regionales de cultura. Estoy hablando de Chile. Su existencia resulta, a todas luces, ceremonial. En definitiva, su objetivo es reproducir el rito de una participación ciudadana  en la que la pertenencia a comisiones debiera ser entendida como un privilegio patronal. En más de algún lugar, el modelo de trabajo del sector pareciera haber importado un modelo de gestión hacendal, donde el maltrato laboral corresponde al ejercido por el síndrome del capataz. En otro lugar, ya he sostenido que el triunfo de Pinochet se verifica en la re-oligarquización de la sociedad chilena. En el sector cultura esta sobredeterminación se manifiesta de un modo curioso, según el carácter de industria o de no-industria del sub-sector.

Veamos: en el sub-sector de las industrias culturales –cine, libro y espectáculo- son los propios funcionarios del Estado los que promueven inicialmente la apertura de  mercados generados para la obtención de las ganancias de los privados, mientras que en el sub-sector de las no-industrias –artes visuales-  son los privados quienes convierten directamente  su gusto en política pública. Entonces, tenemos que en el primer sub-sector, se impone la lógica del empresariado audiovisual y editorial, mientras que para el segundo sub-sector  se emplea el recurso del dominio simbólico hacendal (patronal). Esto último resulta decisivo para comprender cómo en este sub-sector, el ente de cultura opera como un gran programador y organizador de eventos destinados a producir un tipo de visibilidad  en el que se produce a sabiendas la confusión entre espectáculo y arte público, alcanzando a cabalidad el propósito buscado en cuanto a consolidar el adelgazamiento de la noción de participación ciudadana.

En todo gran proyecto de artes visuales, los funcionarios de cultura saben que el primer objetivo de su gestión consiste en rebajar su alcance mediante la “saltimbanquización”  o “pequeña-gigantización” de sus prácticas. En verdad, esta ha sido la única política exitosa. De ahí la extrema dificultad para mantener micropolíticas de afirmación de las autonomías, en un contexto en que la disolución de la densidad se sostiene por la obsecuencia y defección de la mayoría de los agentes del espacio artístico.

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