No Existe

Me han invitado a participar en el número aniversario de revista Paula, a través de una respuesta de setecientas palabras a una pregunta formulada por su editora. ¿Cuál es la obsesión de los artistas chilenos hoy en día? ¿Qué les falta y qué les sobra? Al final, había un error. No eran setecientas palabras, sino mil caracteres. De este modo se instauró durante un corto tiempo una refriega amistosa sobre criterios de edición que reducían drásticamente el texto. Al final, el texto de mil caracteres que acepté no satisfacía mi cometido pensado para setecientas palabras. Nada se pierde, pensé. Finalmente, me han permitido fijar una posición en un medio de circulación relativamente masiva, pero que es leído en un ambiente transversal más bien progresista.

La última frase es de antología, para mi también: “El arte chileno no existe”. Habrá artistas, que residen en Chile. ¿Qué sería residir? En definitiva, disponer de un capital cultural determinado, regulado por una red pertenencias a escuelas, garantizados por relaciones simbólicas de carácter totémico que desmantelan cualquier estrategia de autonomía, etc. El arte chileno no existe como ficción reparatoria. Tampoco es posible establecer su rango fuera de las subordinaciones letales del galerismo familiar; es decir, que fortalece el Orden de las Familias. Por esa razón, formulé un chiste: el Ministerio de Cultura es solo para los pobres. En la edición del texto para la revista la oración quedó invertida, de modo que su efecto pasó a ser indisimuladamente ofensivo: los artistas pobres solo pueden recurrir al Ministerio de Cultura, porque la oligarquía no lo necesita. Le basta en convertir su gusto privado en política pública.

Lo anterior se justifica nada más que por la puesta en circulación de la distinción implícita entre pintura plebeya y pintura oligarca, que ya he trabajado en algunos ensayos. La distinción es nada más que simbólica y permite pensar la crítica de arte como crítica política, operando en el terreno privado; es decir, de la construcción de hegemonía en el campo del interiorismo; mejor dicho, el interiorismo como síntoma de la lucha por la hegemonía.

No deja de ser significativo el hecho de que las escenas de avanzada del arte de los ochenta se hayan forjado en espacios apendiculares de tiendas de muebles: Cromo, Época y Sur. Hoy en día, las escenas análogas se desprenden de la extensionalidad de vicerrectorías universitarias encaradas como oficina de relaciones industriosas (dispositivos de producción de imagen) y de las editorialidades que sustituyen a los espacios de investigación real, en la gran batalla de las acreditaciones.

En la Transición Democrática el control de las secciones sub-alternas, esto es, la escena de arte como sección sub-alterna de la sociedad política, se ejecuta por la vía de la fondarización; vale decir, mediante subsidios para reparar lo que no tiene destino más que en el reducido marco de la docencia, que es el campo del “manejo de rencor” en la fase de reproducción ampliada de capitales culturales exangües. De este modo, el arte chileno, no solo no existe, sino que en el caso de que así lo fuera, ya estaría derrotado, ya que solo puede conocer y reconocerse en el campo de la des-alianza conyugal y la filiación perturbada.

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