El Estado de la Lengua

En las primeras páginas del Tratado de los Tropos, Du Marsais escribía que en una media hora de conversaciones de mercado se encontraban más figuras retóricas que en todas las reuniones de académicos de la lengua. Lo que estamos leyendo en la prensa diaria nos señala que el funcionariato se está desmadrando en operaciones y figuras de lengua. La inauguración del recinto asistencial, que no contaba con toda la infraestructura necesaria para ser puesto en marcha, no es sino la comprobación de una política de Estado, en todos los terrenos. O sea, pensemos más que nada en el Estado de la Lengua.

En El Mercurio de hace unos días se comentaba el uso que hacía el Ministro Velasco de la metáfora de la sastrería en relación a las medidas que le pedían tomar. Entonces, lo fantástico es que el ministro respondía que no era un sastre, sino un ministro. Y claro, tiene toda la razón, porque los sastres están para servir a los ministros y no viceversa. Aunque los empresarios, por ejemplo, humillan al ministro exigiéndole un comportamiento de sastre.

En el Estado de la Lengua, las medidas remiten a la contextura de los cuerpos. Recuerdo que Dittborn me mostró una vez la portada de un número de revista VEA, en que se velaba el traje de un pescador cuyo cuerpo no había sido recuperado de las aguas después del naufragio de su goleta. Entonces, sobre la mesa del comedor, la familia había extendido el terno cruzado. Silva utilizó esa imagen para hacer la invitación de una de sus exposiciones últimas. Era cercana a la época en que los estudiantes de arte revisaban las revistas que llegaban a la biblioteca de la escuela, para buscar las fotos de Toscani, esa en que dispone las ropas de un miliciano de las guerras balkánicas, los pantalones de camuflaje y la camiseta blanca manchada de sangre. Antes que Toscani, en otro escenario, el propio Dittborn había puesto a circular el relato (ready made literario) “Un día entero de mi vida” haciendo alusión a la camiseta como una mortaja portátil que nos prefigura la función desfalleciente. Por eso, la cuestión de las medidas resulta fundamental en las representaciones que podemos tener de la contemporaneidad. Esto es, propiamente, lo que podemos denominar “kamuflaje versus kosmética”, para mencionar nada más un trabajito gráfico de Díaz en los mediados de los ochenta, en que el rigor de las artes visuales ponía en jaque la obsecuencia de los cientistas sociales devenidos en operadores del modelo de transición que podemos ostentar.

Pues bien: el Estado de la Lengua corre en paralelo al Estado de la Visualidad. El montaje de Curepto pone en la esfera pública la cuestión de las camas. Carlos Navarrete, me señala al oído mientras escuchamos la conferencia de Taiyana Pimentel en el Centro Cultural de España, la presencia de camas de hospital en las obras del Beuys de fines de los setenta. Sería magnífico llenar de camas el hall del Centro Cultural La Moneda y convertirlo en un centro de atención de urgencia, pero solo para simular; es decir, para instalar la imagen de que en La Moneda se-puede-atender-uno. Porque si hay algo que define a la gente de a pie, como dicen los andan a caballo de los problemas, es un gran sentimiento de abandono. Al menos, el Centro Cultural daría una señal acerca de las prioridades asistenciales de Palacio, que no solo requiere de ciudadanos sin voz para ejercer el manejo de la crisis de completud de sus funcionarios, sino que los declara inhábiles para movilizarse, teniendo que convertir la cama de hospital en el significante sustituto de la parodia. De este modo, no cabe duda, se podría reconciliar la cultura con la salud. Es decir, la experiencia de Curepto debe ser replicada a nivel nacional, porque de este modo queda claro que lo que importa es la cama y que a final de cuentas, los cuerpos son intercambiables.

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