Malas Exposiciones

No voy al estadio, pero escucho por la radio los programas de análisis deportivo. En vez de asistir a una inauguración, prefiero que me hagan el relato, pero sobre todo, ver las fotos en las páginas sociales. Es muy importante ver junto a quien aparecen quienes se ponen para la foto. A veces visito la exposición antes de la apertura; cuando ello es posible. Confirmo la exactitud de no asistir. Entonces, espero leer la crítica. Prefiero leer la crítica. Solo por el valor de comparar las omisiones y las sobredimensiones descriptivas.

Así, advierto que en Las Últimas Noticias del 28 de julio me han citado de modo insuficiente, a propósito de la exposición de obras de Nemesio Antúnez en Galería Trece. No es que me hayan citado mal. Pero la falta de espacio que le dan a los críticos en los diarios no les permite desarrollar con más exactitud algunas buenas ideas. No he dicho que en algunos cuadros se deja ver “una sensibilidad de familia pobre interesada en las artes populares”, sino algo mucho más sencillo: que uno de los atributos de la obra de Nemesio Antúnez fue la de vincular arte contemporáneo y artes populares.

No hago un juicio sobre cómo lo hizo ni cuáles fueron sus deudas; solo afirmo que esa relación es absolutamente rescatable y señala una recuperación del formalismo implícito de las artes primarias. Esto es completamente diferente. En todo caso, no es eso lo que queda demostrado en esta exposición, porque resulta francamente mala. No es solo mala, sino que es pésima. La exposición, digo. Siempre he sostenido que se puede hacer muy malas exposiciones exponiendo obras buenas.

No es una retrospectiva. Es demasiado pequeño el número de obras. Tampoco se refiere a un momento significativo de su producción, ya que presenta un conjunto de cuadros, no solo de diversas épocas, sino de calidades en extremo desiguales. Pero nada de esto resulta grave: la obra de un artista posee altos y bajos; no se presenta de modo homogéneo; los problemas que aborda no son todos de la misma densidad formal; las relaciones que se establecen con otros artistas, en momentos específicos, son también desiguales; etc. Todo eso hay que tenerlo claro cuando se proyecta una exposición.

Pero la exposición es mala porque no cumple con los requisitos museográficos mínimos, que hacen que una muestra pueda ingresar en el campo ceremonial de los homenajes. No solo las fichas en cada cuadro no tenían las indicaciones de sus años de realización, sino que algunas de ellas ya estaban marcadas con un punto rojo. Esa es una indelicadeza, si se considera que la exposición buscaba comunicacionalmente posicionarse, justamente, como un homenaje. Aunque como tal, procede con información inexacta. No es efectivo que de Nemesio Antúnez se haya dejado de hablar o que haya dejado de estar presente. Si hay algo que tiene su memoria plástica, es que se construyó como un “culto” en el seno de un público de arte muy específico que valora su obra, más que su rol de hombre público como difusor del arte contemporáneo.

Pues bien: en esta mala exposición, con cuadros de calidad desigual, rescato de modo ejemplar los ocho grabados en metal que realizó en Nueva York en 1948 y 1949. He tenido que acercarme a cada pieza para verificar la técnica y el año. No está mal hacerlo, para reponerse uno de la agresión del punto rojo, en este caso, que como digo, era una exposición de homenaje. No se vaya a pensar que estos ocho grabados excepcionales estaban allí puestos para legitimar por contigüidad los precios de un conjunto que no le hacía el peso.

En esto, mucha gente puede disentir de mi análisis. Pero seamos rigurosos: los ocho grabados a que me refiero han sido realizados en un momento anterior a su viaje a Francia, antes de regresar a Chile, a comienzos de los cincuenta. Sabemos que estuvo con Hayter en Francia en el cincuenta. Pero los datos biográficos no coinciden, según lo que se ha publicado. Algunos afirman que vivió en Francia entre el 50 y el 55. Otros, que viajó a Francia el 50 y regresó a Chile en el 52. En otros se publica el facsímil de una carta de Hayter a Nemesio Antúnez, en que el primero le informa que tiene una beca para asistir al taller entre febrero de 1947 y febrero de 1948. Pero en el encabezado de la carta aparecen las dos direcciones de Haytrer, en París y en Nueva York. ¿Dónde hizo los grabados en metal de 1948 y 1949 que aparecen en esta exposición? ¿En qué taller trabajaba? Pienso que no se ha hablado lo suficiente de Nemesio Antúnez en Nueva York, durante su primera estadía. Esa es una tarea que también se debe tener en cuenta al producir una exposición de esta naturaleza.

De todos modos, son datos importantes porque ese pequeño conjunto presenta una dimensión formal poco conocida de Nemesio Antúnez que, personalmente, me resulta conmovedora. ¿Por qué no usar esta palabra? Se trata de obras de antes de su regreso “a pintar a Chile”, como a él tanto le gustaba decir. Son obras de un “antes” que la crítica historiográfica conoce mal.

¿Qué hubiese sido una buena exposición? Una que no mezclara “problemas formales” tan disímiles y que permitiera acrecentar el valor de este conjunto de grabados. Bastan ocho pequeños grabados como éstos, colgados, montados como joyas de la gráfica chilena contemporánea, para hacer una exposición de gabinete que introduzca el deseo de re-leer la obra de Nemesio Antúnez. El resto de la obra se muestra en la trastienda.

Imagínense ustedes, que esto se ve agravado con una situación muy sutil. Junto a los ocho grabados que he mencionado, se ha colgado una litografía que, por lo que conozco de la obra de Nemesio Antúnez, pertenece a la época de la serie de Quinchamalí. Esta obrita, que “representa” una trilla, no es la más emblemática. Hubiese sido absolutamente certero haber podido disponer de una litografía que se titula, justamente, “Almorzando en Quinchamalí”, y que es de 1957. De esto hay que hablar. De las condiciones de producción y de contexto de esas obras. Incluso, para reforzar su carácter de “rarezas”, para el mercado. No está del todo mal hacer esas precisiones, porque así se puede comprender las problemáticas locales en su creación de conjunto. Por ejemplo, que éstas obras son posteriores a la serie de utensilios, de servicios, de bicicletas, que más allá de las anécdotas que puede significar la sujeción iconográfica, determinan momentos formales diferenciados. Más aún, cuando entre la serie de Quinchamalí y los grabados en metal hay una distancia de una década. En una década pasan demasiadas cosas.

Pues bien: ¡qué buena ocasión hubiese sido, la de poner en tensión estas obras! Es decir, exhibir estos grabados en metal de antes de regresar en el año cincuenta, y de estas litografías que son características de la consolidación de su regreso. La epopeya del Taller 99 es posterior. Lo menciono sin tono peyorativo, sino para establecer la necesidad de estudiar las obras en función de reconstrucciones simbólicas y políticas que reponen la figura de un artista que, más allá del análisis crítico que yo pudiera realizar de su posición de hombre público; más allá, incluso, de las malas exposiciones que se puedan montar.

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