Fondaridades (8)

En Fondaridades (7) he sostenido que los evaluadores no saben el poder que tienen, al negarse a participar en un dispositivo en el que sus criterios no son respetados. Sin embargo, me temo que estas pequeñas comunidades no están dispuestas a ejercer dicho poder. Entonces, en verdad, no lo tienen, si no entienden las potencialidades que se sostienen en dicha negativa fantasmal.

Es duro que te pidan que no participes si temes que por ese hecho vas a ser marginada o marginado de otros procesos. Si se tiene ese predicamento, más vale no haber tenido que aceptar, porque esos cálculos no llevan a ninguna parte. Solo a permitir ser objeto de vigilancia operativa. Es muy probable que ese tipo de temor sea percibido por las autoridades que te invitan.

En eso les llevan considerable ventaja. Hay quienes creen todavía que formar parte de comisiones constituye un gran honor. La membresía suele ser, para los sujetos que no trabajan en agencias del Estado, tan solo un método para obtener información, muchas veces parcial y a todas vistas insuficiente. Justamente, porque los directores medianos de agencias consideran que las comisiones son un medio de jugar al simulacro de participación. Si en el Fondart esta situación ha sido llevada al extremo es porque ha habido un contingente de agentes sociales que han estado dispuestos a seguir el juego.

Lo que hay que preguntarse es en virtud de qué diseño criteriológico la autoridad escoge a los jurados. ¿Poseen una parrilla de nombres y van trabajando por descarte? Sepa dios que es lo que define el descarte. En todos estos años ya han pasado una buena lista de agentes superiores cuya presencia parecía garantizar la “transparencia” del sistema. Sin embargo, a estas alturas, ninguno de estos personajes totémicos garantiza nada. Apenas se la pueden con el manejo de sus propias obras en el área chica de la poca influencia que disputan a fuerza de manejar comisiones. Las autoridades lo saben y ellos se ofrecen ser cómplices bajo promesas orgánicas de permanecer cerca de la corte.

Lo que no han dimensionado esos agentes es que para ingresar a ESA corte, no vale la pena hacer el esfuerzo, porque de todos modos el estatuto que les está reservado es el de bufón teatral o de acompañante eminente en gira ministerial o presidencial.

El problema de la crisis de credibilidad formal del Fondart reside, en parte, en la legitimidad de los jurados. Me refiero a artes visuales, preferentemente. Supongo que el asunto es extensible. Un jurado no es un “productor de lectura” del carácter de la escena de la que forman parte. Una escena es una construcción artificial en la que el Fondart ha pasado a ocupar un lugar preponderante, por la falla orgánica de otros agentes, tales como críticos, coleccionistas, directores de museos y de centros, etc. Los jurados carecen de ficción constructora asentada sobre una interpretación que ponga en juego la validez analítica de sus propios efectos de obra. Solo buscan reparar el pequeño feudo donde pueden medir su vigencia en función del monto de los recursos simbólicos que pueden repartir, a costa del Erario.

Las autoridades saben que con eso los tienen medidos a sus anchas. Los agentes de juicio apenas dibujan el mapa de localización de sus derechos y deberes. Por eso desestiman el trabajo de los especialistas de la evaluación, que suelen reproducir las falencias de lectura de los jurados. Sin embargo, poseen pretensiones analíticas mayores y se atreven a formular elementos tendenciales que debieran ser reconocidos en las escuelas y en el hogar.

Un acto de reivindicación ética consistiría en negarse a participar en las comisiones de evaluación (especialistas) y en los jurados. Y de parte de los artistas, negarse a ser convertidos en contratistas externos. Ya es suficiente con que se les asimile en la estructura económica a los pequeños y medianos empresarios. Pero, ¿tendrán el valor de desistirse? El fantasma del abandono institucional domina las políticas de sujeción intelectual en la escena chilena. Finalmente, actos como estos lo único que logran es poner al sujeto en posición de falta orgánica, en la que su negativa es percibida como una posibilidad de oferta que se ha abierto para el goce de otros. La autoridad sabe que siempre habrá alguien dispuesto a ocupar el lugar que deja la negativa de un evaluador.

No hay lugar para reforma alguna del dispositivo global. Sin embargo, hay evaluadores que aspiran a ser escuchados. No saben que en las agencias, ser escuchado es sinónimo de despojo de iniciativas. Cuando se tiene la certeza de haber sido escuchado es porque ya no hay vuelta; la iniciativa ha sido reducida a su más mínima expresión. Eso quiere decir “escuchar” en el léxico del funcionariato.

En artes visuales, todo lo que ocurre con el Fondart, es muy probable que sea la medida exacta de lo que el propio campo plástico se merece. Aunque siempre se piensa que nunca uno ha cometido faltas tan graves que ameriten un castigo semejante. Lo cierto es que los artistas han hipotecado concientemente su energía y su creatividad, en favor de una certeza ilusoria pero que posee rédito inmediato en la distribución de pequeñas reparaciones con las que resulta difícil sostener una política de obra.

Repito: el Fondart es el castigo institucional hecho a la medida de lo que el campo plástico se merece. De ahí que el destino del rigor, en el arte chileno, pase por la independencia y la autonomía formal. No hay que trabajar porque “se tiene” un Fondart, sino que hay que trabajar porque se desea edificar una obra. Por eso, no digas que “tienes” el Fondart, porque el Fondart “te tiene” a ti.

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