El Goce y el Encubrimiento

A fines del mes de agosto tendrá lugar, por tercera vez, en Valparaíso, la Convención de Cultura. Organizada por el Consejo Nacional de Cultura, tiene como propósito diseñar un espacio de goce y de encubrimiento. Es decir, el goce del funcionariato y el encubrimiento de los objetivos latentes de la legislación cultural chilena. Y no es menor.

El sector cultural es uno de los extraños yacimientos de empleo que aparecieron con la transición democrática. Recordemos que el sector cultural, durante la dictadura, fue siempre un espacio de sustitución orgánica, por no decir, partidaria.

En situaciones de represión generalizada, la cultura pasó a configurar el frente político de pantalla, en cuyo seno era posible rearticular las estructuras de los destacamentos políticos. Una vez reestablecida la conectividad visible de la construcción partidaria, la cultura se convirtió en el espacio de reducción y control de los movimientos sociales, por la vía de la municipalización de su esfera. Esto quiere decir que en la era de la mediatización de la política local, la cultura pasó a ser el espacio de relaciones públicas de los alcaldes y parlamentarios.


Finalmente, el sector cultural, después de diecisiete años de transición interminable, se levanta como un promotor de su propia empleabilidad; es decir, ha logrado erigirse como un dispositivo cuyo propósito específico es reproducir el poder de intervención de sus agentes.

La estructura del Consejo Nacional de Cultural no podía escapar a esta determinación estratégica. Sin embargo, esta adquisición orgánica es algo de lo que no sería viable interpretar como una falla de nuestro sistema de producción de ciudadanía.

Por el contrario, es uno de los procedimientos de control y diferimiento de conflictos más elaborados que haya podido poner en pie la pragmática securitaria del Estado. La banalización de la ciudadanía a través de estrategias de espectacularización del diferimiento de conflictos, es la gran conquista de la Transición.

En un texto anterior, he sostenido que el Consejo Nacional de Cultura no debiera ser una entidad autónoma, sino depender orgánicamente del Ministerio del Interior, ya que es una herramienta central de la política de Seguridad Pública.

Las convenciones de cultura han sido la escenografía de encuadramiento, en la que los actores designados para emitir las consignas de priorización, representan los roles asignados por el Documento de Política Cultural.

En el terreno de la gestión de gobierno, cultura es el único espacio aristotélico que va quedando. Aquí, la priorización de objetivos y jerarquización de roles está determinada por una especie de Escritura Sagrada que fija el sentido de las acciones subordinadas. Una convención tiene como propósito ajustar el marco referencial de las subordinaciones señaladas y acomodar  las acciones de los agentes.

Así como el discurso orgánico del Consejo Nacional  durante la presidencia de Ricardo Lagos estuvo contenido por la idea-fuerza de su instalación como ente, en la actual administración, lo que sostiene la pragmática es la priorización de tareas en la perspectiva de un gobierno de tiempo político corto, que requiere dar garantías a unos sectores más que otros, así como producir una alta tasa de visibilidad acontecimiental en otros.

Respecto de lo primero, la demanda parece estar satisfecha con la determinación del eje de la Tercera Convención: PATRIMONIO. En cuanto a lo segundo, el Consejo Nacional ha pedido a los Consejos Regionales privilegiar eventos comunicacionalmente rentables más que  producir conocimiento de campo.

Lo segundo era esperable. Sin embargo, lo primero resulta sorprendente, ya que el modo como ha sido acondicionado el  enunciado denota la derrota simbólica del Estado frente a la ofensiva reconstructiva de una definición oligarca del patrimonio.

En un período de estabilización del “frente económico”, la visibilidad de la lucha-de-clases se ha desplazado hacia el “frente patrimonial”. Y en ese campo ya partimos derrotados.

La pregunta de la convención debiera ser: ¿cómo pensar el patrimonio desde una perspectiva de producción de ciudadanía? Lo menciono a una semana de la publicación en El Mercurio, de un reportaje sobre la reconversión de Lota. ¿Cómo sostener, en una misma superficie de reparación, la gestión patrimonial de la oligarquía con la ruinificación de formas de conciencia social? ¿O ciertos tipos de “conciencia obrera” no son patrimonializables? ¡Esa onda!

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