Una bienal no es solamente una exposición. Una bienal es un proceso de aceleración del espacio plástico-político y su realización pone en relación variados y simultáneos estratos de la producción social. En los años sesenta, en Córdoba, tuvo lugar la Bienal Americana. De eso habla, suficientemente, Andrea Giunta. Tiene que ver con el deseo de internacionalización del arte argentino. Ese gesto, que dura dos versiones, se enmarca en un proyecto tanto de coleccionismo interno como de validación de la expansión de una ciudad. Pasarán varias décadas antes de que autoridades culturales de Córdoba inviten a varios especialistas a pensar en el reflotamiento de la bienal. Cuestión que no resulta viable. Sin embargo, lo discutieron de un modo abierto y las conclusiones fueron certeras. Una bienal no puede salvar una ciudad en crisis. Más bien, acompaña y refuerza simbólicamente un momento ascendente
Por eso, no resulta viable ninguna tentativa de reflotar, por ejemplo, la Bienal de Valparaíso. Justamente, porque es una ciudad quebrada que depende de un mito patrimonial inconsistente. Así, el Consejo Nacional de la Cultura insiste en hacer valer una vez más el principio de discriminación positiva, con el propósito de sabotear toda iniciativa que no tenga origen en sus oficinas. Y vaya si hay maneras de sabotear. Desde la partida, fomentando toda reflexión que introduzca la culpa de pensar una empresa de una envergadura que sobrepasa los montos de un complejo de inversiones de desarrollo social. El punto es que pensar una bienal es pensar un proyecto de desarrollo allí donde hay posibilidades reales de conducir la aceleración informativa y las transferencias del arte contemporáneo.
El jueves 23 tuvo lugar el coloquio “Del Monumento al Documento”. En su primera sesión se abordó la pregunta temática “¿Una bienal para Santiago?”. Como es costumbre entre los argumentos saboteadores, hubo menciones extensas hacia la cuestión de la validez de la pregunta. Sin embargo, ya se sabe que cuando se inicia un debate haciéndose preguntas por la validez de la pregunta, estamos ante una operación de diferimiento de la discusión. De tal modo, que ya ninguno de los participantes en el debate se empantanó en la validez de la pregunta, sino en el hecho de que la pregunta, más que nada, ya involucraba un gesto paródico que señalaba el avance proyectivo de la iniciativa.
Es así que Lisette Lagnado insistió en el hecho de que la bienal de Santiago ya había comenzado en el curso de este debate. Es probable que ya haya comenzado en otros debates más desarticulados pero con proyección orgánica. Ciertamente, la distinción entre feria y bienal ha sido un elementos central. Ya lo había adelantado respecto de la incorrecta decisión de la Galería Gabriela Mistral que, desde el Estado, termina validando una gestión de desestimiento de políticas públicas. Resulta inconcebible que el Consejo Nacional permita ese tipo de conducción errática que busca ser garantizada por el mercado. ¡Para que tenemos, entonces, institucionalidad cultural! De lo que se trata es de señalar un rumbo cuya garantización provenga del rigor de la propuesta y de su diagrama efectivo.
Por eso el debate sobre la bienal pasó a un estadio superior, en el que la parodia y la crítica del propio proceso de constitución de su necesidad forma parte de su activo. Tenemos bienal porque tenemos una dirección discursiva, en cuyo horizonte aparecen la puesta entensión de nuestra musealidad, de nuestra visibilidad exterior, de nuestra propia consistencia como escena. Una bienal, finalmente, se hace para nosotros; es decir, para que esta escena consolide sus mitos de fundación y alcance a construirse como monumento identitario. Eso es: una bienal es un monumento social de nuevo tipo. Procede de la práctica artística y busca instalar sus efectos complejos en la trama constructiva de la ciudad.