Miseria del Arte Público.

En 1970, cuando siendo estudiantes realizábamos trabajo político en “el frente poblacional”, conocí de cerca una situación que me definió par siempre el “leguleyismo” de los sectores populares que habían recibido un adoctrinamiento en formas de negociación. ¿Nadie recuerda la Promoción Popular?

Como trabajábamos con las organizaciones vivas de la comunidad, los clubes de fútbol canalizaban la energía social de fin de semana. El club de fútbol era, en los hechos, un centro cultural sustituto, pero de una eficacia dudosa para quienes nos pedían mayor rentabilidad en la construcción de la trama política orgánica.

Después, en los momentos de La Derrota Fundamental, el centro cultural pasó a ocupar el primer lugar en las preocupaciones de nuestros dirigentes. La cultura, siempre, para la clase política, ha sido nada más y nada menos que un espacio de sustitución o de relevo. ¿Por qué se demoró más de una década en discutir la estructura de un ente de esta naturaleza? Muy simple. No estaba el deseo a la orden del día. No estaban dadas las condiciones para su control efectivo. Hoy día resulta posible porque la energía de producción subjetiva “de masas” puede ser canalizada; es decir, modulada, modelada, desviada, reconducida, recuperada, reinvertida, neutralizada, como tiene que ser, porque nuestra sociedad exhibe claras muestras de madurez institucional; que al parecer ocurre cuando la política se subordina a “las artes del espectáculo”. (¡Que digo! La política inventó el arte de la espectacularización).


Pero bueno: cuando trabajábamos en el “frente poblacional”, cercanos a una liga de fútbol en La Florida, aprendimos una lección que nos ha resultado fundamental para comprender el sentido del trabajo cultural “en su conjunto”. Había varios partidos en el día y los directores de turno tenían confeccionadas las planillas de acuerdo a los horarios que previamente había establecido la reunión de delegados. En cada planilla estaban anotados los partidos, la nómina de jugadores de cada equipo y, sobre todo, la hora de inicio. En uno de esos partidos, el delegado del club, advirtiendo que los partidos se estaban atrasando, obligó a los jugadores a vestirse con su equipo y a presentarse, carnet en mano, ante los directores de turno.


Imaginemos que el partido debía comenzar a las cuatro de la tarde. Pero estaba corriendo la mitad del segundo tiempo del partido anterior. Daba lo mismo. El delegado obligó a firmar la papeleta antes de las cuatro. El otro equipo, pensó que debía inscribirse una vez que terminara el partido en curso. Craso error. Cuando fueron a firmar se percataron de que habían perdido el partido por no presentación. Una cosa era la realidad de los partidos que se estaban jugando, otra cosa muy distinta era la realidad de la planilla y de los horarios de inscripción. El delegado llevó el caso a la reunión de la liga el día lunes e hizo que el club ganara los dos puntos.


Esta ha sido la anécdota significante que he recordado a propósito del décimo aniversario de la Ley 17.236, promulgada el 21 de noviembre de 1969, que estableció normas a favor del ejercicio, práctica y difusión de las artes y, en general, del patrimonio cultural de la nación. ¿No resulta genial que la anécdota de ganar un partido de fútbol por secretaría y la promulgación de la ley coincidan en la temporalidad de una sensibilidad política? La citada ley, en su artículo sexto, estableció que los edificios y espacios públicos, deberán ornamentarse gradualmente con obras de arte, señalando además, la competencia que cabe al Ministerio de Educación y a la Comisión, cuyo reglamento y nombre “Nemesio Antúnez”, fue aprobado por Decreto Supremo número 915, del 30 de noviembre de 1994.


Ahora bien: dicha comisión, en su reglamento, estableció que la Dirección de Arquitectura del MOPTT actuará como organismo técnico asesor. Justamente, en diez años de su funcionamiento, la propia comisión, en virtud del marco legal en que se le permite operar, tuvo que trabajar en un espacio que restringió su capacidad de incidencia, tanto en el terreno administrativo como en el espacio artístico. ¿Estaba en sus habilidades orgánicas ser algo más que asesora? En muchos momentos su conducción fue efectiva, pero incomprendida, porque no se inscribió como pragmática; es decir, se trata de una comisión de debe justificar constantemente su existencia en el aparato ministerial. De ahí que haya que saludar el trabajo paciente, programático, persistente, políticamente leal, formalmente informado, optimistamente escéptico, de quienes han dirigido y trabajado en dicha comisión.


Sin embargo, se debe tomar en cuenta que con un margen de “leguleyidad” consistente, el trabajo de la comisión ha logrado también, poner en descubierto el efecto burocrático de las relaciones entre arte y propuesta pública, dando origen a un “arte de propuesta pública”. En la memoria de estos diez años, son contadas las obras por las que podríamos jugarnos en términos de reconocimiento formal. No cabe atribuir responsabilidad total a la comisión, sino al gran número de artistas que no han estado a la altura de una “propuesta pública”. ¿Por qué no plantearlo claramente? No han ido más allá de la ideología del “aseo y ornato”. No han puesto jamás en jaque la tolerancia formal de las convocatorias. Se jugaron a cumplir con las indicaciones de la planilla, relegando las exigencias que la propia historia del arte público les planteaba. Entonces, abandonaron su responsabilidad política de ir siempre más allá en la propuesta de arte. Finalmente, solo interpretaron en un nivel literal la tolerancia que les daba la noción de “alhajamiento”. Y protestaron solo cuando la administración no cumplió con sus obligaciones. ¿Y la responsabilidad de los artistas con una comunidad determinada? ¡Estamos hablando de arte público! La pregunta a formular apunta a pensar si era sostenible, con este marco legal, una política de arte público más consistente, que sobrepasara las contradicciones propias del mobiliario urbano. Porque es aquí que emerge otra situación: las obras de arte así concebidas, aparecen inevitablemente como retoques en un contexto de “mala arquitectura”. ¿Qué pasa cuando hay “buena arquitectura”? Se hace muy difícil plantar “mojones”. ¿El éxito del arte público será directamente proporcional a la mala arquitectura institucional? Este es todo un debate. Lo concreto es que se ha experimentado en el curso de estos diez años una depreciación considerable del concepto de arte público en Chile. Sin habérselo propuesto, la comisión aparece como parcialmente responsable de haber cobijado –digamos- la práctica de su “adelgazamiento semántico”.


En nuestro país, el arte público reproduce el estatuto de nuestro relato inicial acerca del valor de firmar la planilla: una cosa es la realidad de los estatutos, otra cosa es el trato efectivo de la comunidad con una “obra de arte”. Debiera existir la posibilidad de que la comunidad organizada pudiera decir lo suyo, también, respecto de las “intervenciones de arte”. ¿Y por qué no?.


Pero al mismo tiempo, no se le puede cargar a esta comisión la responsabilidad de la banalización del arte público, porque también se las ha jugado durante una década a trabajar un concepto de arte público dentro de unos parámetros en los que ya no ha sido posible estirar más las interpretaciones, en que los propios agentes artísticos no han sabido recomponer, justamente, porque antes de concursar ya estaban sometidos –ideológicamente- a un sistema de funcionamiento que no les permitía tampoco, ir más allá. En términos estrictos, lo que deseo plantear es que a la comisión, el Estado le encomendó la tarea de “no ir tener que ir más allá” del enunciado de la Ley. En este campo, el enunciado de la ley está formulado para que los funcionarios deban entender que no deben –jamás- sobrepasar la línea de un más acá “facticamente” determinado. En esto consiste, sin más, la miseria del arte público chileno.


Mayo 2004.

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