I, 4. La historiografía chilena y el deseo de vanguardia.
Justo Pastor Mellado

En el discurso de nuestros historiadores[1], el modernismo pictórico estaría determinado por dos situaciones: la reducción de los grados de iconicidad de la pintura y la desintegración del modelo (objeto o figura humana) naturalista que debía conducir, a través de un proceso continuo de des-iconización y desmontaje referencial, hacia una pintura abstracta que daría pie a la formación de un grupo de pintores que tomaría el nombre de Rectángulo (1956). Según esta concepción, el proceso habría tenido una extensión de medio siglo, al cabo del cual se identificaría sin mayor sobresalto la constitución de la modernidad en el acceso a la abstracción. De todos modos, había que producir la idea según la cual, el acceso a la abstracción debía poseer un "padre fundador". Por lo menos, mis colegas y amigos Gaspar Galaz y Milan Ivelic localizan el inicio de este proceso en la pintura de Juan Francisco González. Desde allí se asistirá a un proceso de "constitución larga de modernidad", en el que la noción de vanguardia solo será, apenas una mención inicializante, desde cuyo ímpetu, la historia siguiente no sería más que su razonable desenvolvimiento. De este modo, aún bajo esta consideración depresiva, Galaz/Ivelic sostienen una sinonimia entre vanguardia y modernidad, sin llegar a involucrar el examen de la historicidad de estas nociones.

Entonces, el padre de la modernidad chilena sería este pintor, en la medida que habría realizado un gesto fundante, articulando un abandono heroico del naturalismo mimético, realizado nada más que a partir de su "talento" y "temperamento"[2] . La modernidad de su pintura sería el efecto de una "autoproducción" enigmática. Los artistas de la primera mitad del siglo serían simplemente los continuadores de su gesto liberador, talentoso y temperamental, hasta dar pie a la aparición del arte abstracto en sus dos versiones: geometrismo e informalismo. En este proceso habrían sido invertido cuarenta años de evolucionismo artístico. Lo curioso de esta manera de escribir la historia del arte chileno reside en el hecho de que la autoproducción seminal del padre se resuelve en una situación de subordinación analógica. Juan Francisco González resulta ser el primer pintor plebeyo que tiene la osadía de disputar un lugar autónomo, sin la garantización del Orden de las Familias, sino gracias a la sola legitimidad que le otorga el Estado. Nuestros historiadores se imponen la tarea dde "tener que encontrar" al artista que satisfaga la fábula de "tener que contar" con un impresionista originario.

Había que encontrar al impresionista originario en nuestras tierras, gracias a la comparación de las facturas exageradamente empastadas, de manera a poder vincularlo con una o dos de las vertientes del post-impresionismo. De este modo tendríamos el Monet o el van Gogh de nuestra conveniencia, aunque tardíos. Pero ya habría alguna manera de lavar la afrenta de la tardanza. Una vez declarada la paternidad del gesto fundador, no le quedaría a la historiografía más que la tarea de atribuir a los movimientos y grupos de pintores ordenados en función de un criterio generacional, en un curso continuo y acumulador de experiencias que debían culminar en la constitución de la modernidad pictórica con la aparición de la abstracción a mediados de los años 50´s. Pero todo ello sería el efecto del desarrollo interno del enigma impreso en el gesto del fundador, y no un proceso sometido al intercambio referencial. Los textos son contradictorios, porque para justificar un tipo de continuidad con el gesto fundador, nuestros colegas aseguran una historia de progreso practicamente sin fisuras. Y por otro lado, los mismos autores, según la necesidad de hacer depender la iniciativa de renovación plástica, se acomodan a un discurso analógico y subordinado, enfatizando en la reconstrucción de las ficciones de unos efectos de viajes que habrían puesto a los artistas chilenos, sobre todo en los años 20´s, en contacto con las vanguardias históricas. En ambos casos se trata de una mistificación. Tanto el geometrismo como el signismo informalizante se instalarían en Chile por efecto de una presión externa, que habría tenido lugar entre los años 50-60´s. Más específicamente, entre 1956 y 1962. El impulso del padre fundador no habría dado para que la modernidad se consolidara antes de la mitad del siglo. ¿Qué habría ocurrido entonces?

Los historiadores chilenos escriben para manifestar de un modo brutalmente encubridor su vergüenza del pasado. Construyen el presente estableciendo cadenas discursivas sin trizaduras, con el temor constante de no poder cubrir el craquelé de una escena que no puede soportar sus lagunas, fallos e ineptitudes.

A lo que asistimos es a la incapacidad de aceptar el fallo como condición de existencia. La novela de la formación y autodescubrimiento del arte chileno es escrita desde el malestar de la pintura: primero, por ser mimética; segundo, por la vergüenza de declarar su dependencia. Mimética y dependiente: configuraciones del crimen, el secreto a voces de la "novela familiar" del arte chileno. En todos los escritos se apunta "contra el modelo europeo". ¿Habría un modelo no europeo? Esta designación resulta a todas vistas, ingenua, porque hace caso omiso de las determinaciones de la historia colonial. A menos que se reivindique como "no europeo", el traslado de artistas indígenas, provenientes del Perú, para instalar un taller de pintura en el convento de San Francisco, y que esta "anomalía" pictórica fuera declarada como un antecedente "étnico-pictórico" original. Aún así, la expansión de la pintura religiosa ejecutada por artistas indígenas corresponde al modelo clásico europeo, católico, hispánico, de la propaganda fide. Sin embargo, no es el caso. La mención a lo "no europeo" resulta ser una expresión de deseo de historiadores que manifiestan su propio malestar respecto del valor de los objetos con que trabajan. Pues bien: este e s el momento para preguntarse por la desintegración del modelo como síntoma. Cuando Galaz/Ivelic mencionan la desintegración del modelo, se refieren, por un lado, al modelo, literalmente considerado, como centro del taller académico (modelaje), y por otro lado, al modelo de referencia europeo, de la pintura. ¿Acaso estarían recurriendo a la hipótesis de la anterioridad de la pintura parietal pre-colombina, como referente de origen? Ni siquiera. Lo desintegrado es la serie de aparatos de transferencia informativa. Obligatoriedad, entonces, de postular, un integrismo autoreferencial, que no puede producir una trama fisiognómica autentificante. Esto vale decir, que instale la ficción de un origen fuera del modelo europeo. Esta petición resulta corresponder a un ideologismo forjado en un ambiente intelectual que no experimentó la presión del indigenismo, como en otras escenas de arte, preferentemente andinas. Al carecer de esta presión, no existió una fuerte reivindicación de la necesidad de una plástica "nacional", por no decir, "nacionalista". De ahí que la trama fisiognómica no alcanzara a concretar una unidad representativa en el terreno de la figuración, desarrollando una búsqueda en el campo de la representación del paisaje. En esto consiste, al parecer, la gran "invención" de la plástica chilena en el primer cuarto del siglo XX, consistente, lo repito, en una reducción del mimetismo naturalista a sus elementos formales esenciales. Si ello hubiese ocurrido de este modo, sería fácil buscar las imágenes que corresponderían. Una vez desintegrado el modelo y diluído el mimetismo naturalista, había que buscar un representante. Formulación como ésta, no aparece sino hasta la primera obra general publicada por Galaz/Ivelic, en 1981. De este modo desatendían el criterio panorámico-generacional-evolutivo sostenido por el crítico Antonio Romera, en 1954, a quien le corresponde el mérito de haber puesto en circulación el curioso concepto de "razón plástica". Sin siquiera entrar a problematizar el concepto, Galaz/Ivelic, de manera inconciente, lo revierten sobre la obra de Juan Francisco González, que será el artista escogido para encarnar el "pre-modernismo" modernizante que les hacía falta para montar una historia que parece asumir los rasgos de una cruzada en el camino hacia la abstracción.

La pregunta se repite, de coyuntura en coyuntura, de fase en fase, de período en período. Sobre todo en escritos producidos en la década de los 80´s. La pregunta que debemos formular remite a saber porqué se reproduce con insistencia la necesidad de formular una hipótesis sobre la "invención de la modernidad", de parte de una historiografía que aborrece trabajar desde los conflictos de constitución del campo plástico, instalándose en los efectos de borradura de las inadecuaciones y transferencias fallidas. El problema, para Galaz/Ivelic, reside en la imposibilidad de "trabajar" el malestar de una escena de abandono. Pero es el abandono del modelo por desintegración de la base social que asegura hasta ese entonces su reproducción: la oligarquía chilena. De este modo, Galaz/Ivelic postulan el efecto aglutinador de Juan Francisco González, con el propósito de rebajar el peso de su contrario, el pintor, abogado y "caballero chileno", don Pedro Lira.

Juan Francisco González jamás llegará a ocupar cargo alguno en la Academia de Pintura, impedido por la influencia de Pedro Lira en ese medio. Sus viajes a España y Francia serán realizados en el marco de una cierta penuria, muy diferente a la abundancia en que puede viajar Pedro Lira. Galaz/Ivelic sostienen más de lo que dicen, sobrevalorando a Juan Francisco González para afirmar, sin ostentaciones, su condición plebeya. Apenas mencionan a Pedro Lira, porque les basta con sostener la frase "desintegración del modelo", que en su "lengua" quiere decir, "desintegración del modelo de Pedro Lira"; vale decir, disolución del mimetismo natural de la reproducción social. Ese es el problema básico de la escritura de una historia como la que han puesto en circulación Gaspar Galaz y Milan Ivelic.

Repito: el problema reside en la reconstrucción del pasado en virtud de los acomodos discursivos y políticos del presente. La Transición Democrática requiere una narrativa carente de conflictos. Pero sobre todo, omisión de los conflictos manifiestos durante el corto período de la Unidad Popular, cuya reposición en la escena previa a 1990, puede configurar elementos de tensión en el seno de una alianza cultural que busca editar la unidad de la tradición oligarca y de la tradición plebeya, en un mismo frente antidictatorial. En 1988, Galaz/Ivelic exponen las pruebas de buena conducta para ser verificadas en la fase post-dictatorial. Pero esto significa formular una hipótesis que redimensiona el valor del esquema propuesto en su obra de 1981[3] .

NOTAS:
[1] GALAZ, Gaspar / IVELIC, Milan. Chile Arte Actual, Ediciones Universidad Católica de Valparaíso, 1988; Isabel cruz de Amenabar, Historia de la Pintura y Escultura en Chile desde la Colonia al siglo XX, Editorial Antártica S.A., 1984.
[2] "Un repaso a su biografía revela que a pesar de los contactos directos establecidos por el artista con diversas academias y artistas de Europa, logra desarrollar una obra que expone su propio comienzo trazado a partir de su "talento" y "temperamento" " (Jorge Montoya, Juan Francisco González, pintor, Catálogo Chile Artes Visuales 100 años, 1900-1950, Modelo y Representación, Museo Nacional de Bellas Artes, 2000).
[3] GALAZ, Gaspar / IVELIC, Milan. La pintura en Chile, Ediciones de la Universidad Católica de Valparaíso, 1981.

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