Bienales: Del Monumento Social a la Paradoja identitaria.
Justo Pastor Mellado.
Julio 2003

El propósito de esta ponencia es abordar algunas estrategias de recomposición discursiva que han tenido lugar en torno a este tipo de invención institucional llamada bienal, a partir de mi experiencia en algunas curatorías realizadas en “el sur del sur”.

En este terreno, quizás el ejemplo de la Bienal del Mercosur sea uno de los más significativos. En primer lugar, en relación a la revalorización de lugares específicos que habían sido desestimados por el desarrollo de la propia ciudad; en segundo lugar, en directa dependencia con lo anterior, porque las instituciones del Estado terminan por ejercer demandas sociales y culturales específicas a una iniciativa privada.

Para abordar la primera cuestión, debo señalar el hecho sintomático de que la Primera Bienal de Artes Visuales del Mercosur se realiza en octubre de 1997, en el mismo momento en que se está preparando la XXIV Bienal de Sao Paulo, que tendrá lugar a comienzos de 1998. Esta ha sido una coyuntura curatorial/discursiva que no ha sido suficientemente estudiada por la crítica. Cada una de estas bienales representa dos posiciones discursivas acerca de la recomposición del arte latinoamericano. Ambas tienen lugar en el espacio de arte brasilero. Lo que no deja de ser significativo, en términos de su valor referencial para el desarrollo de las prácticas artísticas de los países del cono sur de América.

Es por esta razón que el diagrama elaborado por Frederico Morais, en la Primera Bienal de Artes Visuales del Mercosur, realizada en 1997, adquiera una importancia creciente, entre nosotros, en virtud de la claridad de propósitos de la empresa de re-escritura de la historia del arte latinoamericano.

Frederico Morais planteó un problema nuevo a una bienal en el continente: postularse como espacio de re-escritura de la historia. Esto implicaba suponer que la bienal referencial, Sao Paulo, no había cumplido con una especie de trabajo tácito. Habrá que realizar un estudio sobre las expectativas que se formulan las escenas plásticas del continente sudamericano respecto del proyecto inicial de esta bienal, en el seno de políticas tentativas de internacionalización del arte de algunas escenas nacionales (1).

Resulta plausible sostener que paulatinamente la Bienal de Sao Paulo abandonaría un “proyecto americanista”, del que se sospecha su existencia formal, pero que no está suficientemente documentado, en provecho del fomento de la inscripción internacional del arte brasilero. Pero una historia de cincuenta años requiere no solo de un estudio general, sino de una política de investigaciones que la propia bienal no ha definido. Habría que preguntarse por qué, una bienal como ésta, no haya producido tales investigaciones, pensando en la gravitación que ha adquirido como institución. El hecho es que, en 1997, la realización de la Primera Bienal de Artes Visuales del Mercosur señala, en filigrana, la dimensión del descompromiso de la Bienal de Sao Paulo con el arte latinoamericano. Esta sería una de las razones no escritas que sostenían el proyecto. Al menos, lo supongo, en la estrategia de su curador. Lo que significa que la sola aparición de la Bienal del Mercosur, en cierto sentido, le señalaba a la Bienal de Sao Paulo que había dejado un vacío. Dicho vacío, esta bienal se proponía colmarlo.

Pero, ¿cómo hacerlo, si una bienal se define, antes que nada, como un gran acontecimiento de prospección del arte contemporáneo? ¿De qué manera realizar una bienal que implicara poner en duda la lógica garantizadora de su propia existencia, y, además, que la convirtiera en un laboratorio de doble escritura; por un lado, escritura en tanto “acto de enunciación” institucional, y, por otro lado, como instancia de aceleración de la reflexión histórica? (2).

Aquí se plantea una situación que no deja de ser paradojal: una cosa fue el partido curatorial de la primera Bienal de Artes Visuales del Mercosur y otra cosa muy distinta fue la posición de la Fundación Bienal. En una cierta perspectiva, se puede sostener a título de hipótesis, que Frederico Morais fue conceptual y políticamente mucho más allá de lo que la estructura discursiva de la Fundación y de su comité ejecutivo estaban dispuestas a aceptar. Por decirlo de algún modo, el curador encontró en la bienal el terreno conceptual adecuado para llevar a cabo un proyecto que exponía el nivel de su coherencia estratégica, como curador, critico de arte y gestor cultural, que inicia su trabajo a comienzos de los años 60´s.

A fines de los 90´s, resulta plausible concebir la hipótesis según la cual un sector significativo del empresariado de Rio Grande do Sul, resuelve jugarse la carta de la “vanidad estadual”, enarbolando banderas difusivas que estaban por debajo de la tasa de radicalidad reflexiva sostenida por el curador. Probablemente, la Fundación hubiese percibido con mayor gratitud la implementación de una política en la que lo difusivo hubiese sido el elemento central; es decir, de una difusividad que reprodujera el gesto que algunos años antes ensayara la propia Bienal de Sao Paulo. Me refiero a su parcial conversión en una plataforma de visibilidad de grandes exposiciones de prestigio, como muestras de Picasso, de van Gogh, de Magritte, en la sección histórica. En este sentido, la propia Bienal de Sao Paulo se vio forzada a convertirse en una plataforma compleja, constituída por al menos tres estratos: sección histórica, sección “temática” y sección de representaciones nacionales.

Es un hecho suficientemente reconocido que la sección histórica se vino a repotenciar mediante estrategias de mercadeo que lograron convertir a la bienal en un buen terreno para inversión de imagen de marca; la sección “temática” le permitiría operar como instancia curatorial específica (pienso en el caso particular de la XXIIa y XXIIIa Bienal), mientras que las representaciones nacionales se vieron exigidas por un acrecentamiento del nivel formal expuesto en las otras dos secciones (facilitado por el esfuerzo curatorial de comprometer a los curadores de cada país ante una exigencia que debía marcar la diferencia). Salvo raras excepciones, desde los años 70 hacia delante las representaciones nacionales serían las peores evaluadas.

La Primera Bienal de Artes Visuales del Mercosur se realizó en Porto Alegre, pero recurrió a la experiencia de equipos de diseño curatorial y museográfico, que habían ya demostrado su experiencia en Rio y Sao Paulo. Se puede hablar, en este terreno, de un modelo brasilero de trato con la producción de exposiciones. Y dicho modelo se había consolidado con el desarrollo institucional de la propia bienal. De este modo, la Primera Bienal del Mercosur, desde el punto de vista de su comité directivo debía haber contado con una muestra sectorial que se hubiera plegado a los intereses de un marketing cultural de alto nivel.

En este marco descrito, Frederico Morais resultó manifestar una “intransigencia” digna de la coherencia de su diagrama original. La re-escritura del arte latinoamericano debía imponerse, como necesidad histórica, a las veleidades coyunturales de una política de “espectacularización” de la bienal. Pero tendría que pagar un costo muy alto. La coherencia del diagrama de Frederico Morais lo llevó a no considerar a un héroe pictórico local como centro atractor de la hospitalidad artística que la bienal representaba. Desestimó otorgar el privilegio a Iberé Camargo y lo transfirió a Xul Solar, entendiendo que si se trataba de una bienal del Mercosur, la ciudad convocante debía realizar un gesto de apertura institucional mayor. Este gesto no fue entendido de este modo. Los poderes locales de la crítica y de la reproducción de la enseñanza en Porto Alegre, se levantaron en contra de este curador “foráneo”. La elección de Xul Solar como artista emblemático de la primera bienal fue resentido como una agresión hacia la plástica local (3).

Aquí tenemos el caso de un curador cuyo diagrama curatorial pone a prueba la tolerancia institucional del comité ejecutivo que dirige la Bienal. Pero, ¿no es acaso éste, el síndrome definitorio de toda bienal, en sus relaciones entre el curador y sus mandantes? En el caso de Porto Alegre, el mandante es una fundación de empresarios, que obtienen un cierta suma de recursos iniciales significativos que provienen del Estado. Pero se trata de empresarios que carecen de un monumento acorde con su vanidad simbólica inscriptiva. La Bienal de Sao Paulo ha servido, entre otras cosas, para poner en escena la saga inscriptiva de facciones de burguesía ascendente. A mi entender, la Bienal del Mercosur busca satisfacer operaciones simbólicas análogas, que inciden directamente en la formulación de las paradojas identitarias de los riograndenses; pero sobre todo, de un empresariado necesitado de validarse como un articulador de la colonización interna. En otra época, probablemente, una facción de burguesía ascendente hubiese construido un teatro, una opera, una catedral, pero en la situación actual, cuando las ciudades y los puertos compiten por las hegemonías regionales y globales, una bienal resulta constituirse como un monumento social que consolida la vanidad de su grupo articulador. No hay inscripción simbólica a gran escala sin puesta en escena a gran escala de la configuración de dicha vanidad, traducible en grandes acciones de intervención de la ciudad.

Pero la ciudad de Porto Alegre está dirigida, municipalmente, en 1997, por el PT. Esto le agrega un elemento que no resulta ser suplementario. La bienal debe negociar con la prefectura, la ocupación de lugares culturales emblemáticos. Uno de estos lugares será la Usina del Gasómetro. La ciudad ya había ensayado una dinámica de reconversión de edificios monumentales desafectados, que pertenecían a un modelo de industria ya perimido. Esto no es más que la reproducción de un gesto de intervención ya suficientemente reconocido y garantizado en el desarrollo y difusión del arte contemporáneo a escala planetaria. La bienal debía ocupar la Usina del Gasómetro y un representante de la prefectura “petista” debía ocupar un lugar en el comité ejecutivo de la Fundación (4).

El caso de Porto Alegre me resulta ejemplar, en el sentido de cómo, en términos objetivos, las distintas fuerzas –empresariado, prefectura, estado- se someten a los imperativos de una negociación fuerte, pero al cabo de la cual, deben todos aceptar que resulta mejor para el funcionamiento del sistema el que la bienal, finalmente, se lleve a cabo. Todos habían entendido a cabalidad que una bienal podía y debía convertirse en un aparato de promoción cultural y económico de la ciudad, fomentando el turismo interno así como fortaleciendo áreas tales como hotelería, transporte y construcción de interiores.

Pero, por otra parte, el gobierno “petista” de la ciudad entiende que no puede quedar fuera de una iniciativa de los empresarios, aunque no puede dejar de resentir el hecho de haber sido sobrepasado en esta iniciativa cultural. En un momento determinado, pudo haberse planteado la oposición entre una política cultural “pètista” que centraba su énfasis en lo difusivo y en lo educativo, en contra de una bienal que podía ser descalificada como una iniciativa discriminatoria. El resultado de esta polémica fue positivo: todas las fuerzas sociales en disputa mantuvieron su diferendo en un estadio que impedía la obstrucción y supieron articular una alianza social amplia que permitió la articulación de las iniciativas educativas con las iniciativas “espectacularizantes”. Pero ello fue posible porque la bienal se constituyó a sí misma como una maquinaria de intervención de la ciudad. Y eso no hizo más que ratificarse en las tres primeras versiones de la bienal, en 1997, en 1999 y 2001.

La bienal requería de instalaciones diversas para acoger un gran número de obras complejas, para las cuales no había en la ciudad, espacios suficientes, ni suficientemente habilitados. Me adelanto en señalar que una de las razones por las que una ciudad autoproduce una bienal, tiene directa relación con fallas e insuficiencias en su sistema museal. Habría que estudiar más profundamente esta relación: fragilidad museal e inflación de una bienal.

Hay que pensar en el estado de la musealidad en el Sao Paulo de 1950. Resulta más que probable que el desarrollo de las bienales viene a suplir una falencia en el propio sistema de arte local, y no es la resultante de un desarrollo progresivo de estructuras institucionales en arte contemporáneo. Es muy probable que la Bienal de Sao Paulo se haya planteado como un dispositivo de aceleración de la transferencia informativa de arte contemporáneo. Y resulta altamente probable que, en 1950, en ausencia de musealidad fuerte pero en posesión de un dispositivo de enseñanza superior de arte suficientemente instalada, la bienal viniese a responder con mayor eficacia a los requerimientos de la modernización de las instituciones de transferencia plástica.

No se debe olvidar en este inventario, el deseo de autorepresentación reparatoria de una ciudad como Porto Alegre que, teniendo una fuerte tradición de caudillaje político de proyecciones nacionales, carecía de un reconocimiento cultural análogo, en relación a la mítica sobredimensión del eje Sao Paulo-Río. Entonces, en términos generales, una bienal se legitima como un dispositivo de reparación.

Por cierto, la Primera Bienal del Mercosur, en el terreno de la habilitación de lugares de exposición, la primera iniciativa consistió en llevar adelante un gran proceso de museificación mínima de sitios específicos, que habían pertenecido a empresas con una historia pregnante en la ciudad. Lo que hizo la bienal fue hacer visible una riqueza patrimonial urbana que en el corto plazo fue reconocida por la ciudad. Es así como en la Segunda Bienal se revalorizó la zona que ocupara durante un siglo casi, la compañía de dragado del río Guaiba. Este era un enclave industrial, situado en el borde del río, junto a la Usina del Gasometro, respecto de cuya historia la propia comunidad de la ciudad no tenía conocimiento. La bienal abrió las puertas a un proceso de reconocimiento de la historia industrial y de la historia del manejo de la navegación fluvial. Un empresariado local requiere que las ruinas de sus edificaciones pasen a formar parte de la historia patrimonial de la ciudad. La Bienal del Mercosur le proporcionó al empresariado local dicha posibilidad. Esa ha sido una de las ganancias suplementarias de la bienal en el plano local.

En efecto, se trataba de una serie de galpones industriales construidos a comienzos del siglo XX, configurando un enclave. Había una faena que era llamada “dragado del río”, fundamental para la economía de la ciudad y que sin embargo, la ciudad no la había integrado de manera suficiente en su memoria urbana. La actividad del dragado marcó profundamente la realización de la Segunda Bienal, en el sentido de convertirse en una metáfora de la actividad de excavación, de limpieza y de remoción de los residuos en un lecho, para favorecer la navegación; es decir, para favorecer la circulación de los residuos de la memoria, acumulados en una cuenca determinada. La ciudad se convertía en una cuenca, producto de una serie de sedimentaciones, y la bienal, como una estructura de intervención, pero como plataforma de inscripción del trabajo de arte en la ciudad, permitía que los residuos significativos de la memoria de la ciudad fuesen recuperados. Desde ese momento la bienal se convirtió en un espacio de prospecciones simbólicas que apuntaban a hilvanar la producción social de subjetividades de clase diversas.

En la perspectiva anteriormente señalada, el ejemplo de mayor consistencia lo permitió la Tercera Bienal. A raíz de la recuperación de sitios que había permitido la Primera Bienal, fortalecido por la apertura al público de las instalaciones de la compañía de dragado del río en la Segunda Bienal, se había instalado una cierta conciencia entre profesionales de diversos sectores, acerca del poder de una bienal respecto de la visibilidad de ciertos problemas a nivel de ciudad. En tal sentido, mientras se preparaba la Tercera Bienal, autoridades del departamento de salud mental de la ciudad tomaron contacto con la curatoría general de la bienal para ofrecer un espacio: el hospital San José. Este era un monumento arquitectónico, típica construcción hospitalaria de fines del siglo XIX, que en su momento de gloria llegaría a albergar a unos cinco mil internos; todos ellos, por cierto, enfermos mentales. Pero las autoridades de salud se enfrentaban a una nueva situación, producto de las transformaciones que había experimentado el sistema de trato con la enfermedad mental. El hospital, en el 2001 solo albergaba unos trescientos internos y se había convertido en un depósito de las mermas del propio sistema hospitalario de la ciudad. Las salas y los patios se habían llenado de restos de instrumental en desuso y de camas y material sanitario obsoleto. Y estas autoridades, como habían visto que la bienal, allí donde intervenía, la ciudad reproducía una nueva mirada social sobre el lugar intervenido, le pedían que incluyera al hospital San José en su plan de ocupación.

La petición así planteada se revelaba de una exacta ingenuidad. Ingenua, porque solo hay que pertenecer a otro espacio que el artístico para reconocer que este espacio produce unos efectos sociales impensados, que terminan por validarlo como espacio sintomático de un estado de desarrollo de la formación social que le corresponde.

Fabio Magalhaes, curador de la Segunda y Tercera bienales, no se mostró en un principio muy conforme por la petición. Una bienal, en un hospital psiquiátrico a punto de ser desafectado, resultaba una operación en extremo compleja y arriesgada. No es lo mismo re-ocupar una usina desafectada. ¡Pero un hospital!. La enfermedad mental, corpuscularmente, se había pegado en los muros. Era un espacio que ponía en escena una forma específica de encierro. Pero sobre todo, era un dispositivo de mantención y reproducción del dolor psíquico. En esa medida, la propia bienal, al aceptar la proposición de las autoridades de salud, cometieron un error diagramático, que justificaría las aprehensiones iniciales de Fabio Magalhaes.

El hospital San José fue destinado a acoger los proyectos de Performance. Es decir, el espacio performativo, fue confinado a los “extra-muros” de la propia bienal. La bienal que se había revelado como multifocal y expansiva, debía construir, simbólicamente, sus “extra-muros”. Pero una bienal se realiza, entre otras cosas, para enseñarle a una ciudad por donde pasa la línea de discriminación entre “lo que es arte” y “aquello que no lo es”; entre espacio de arte y espacio “otro”. Pero esto se haría a costa de señalar la performance como un espacio que, por analogía, en el sistema de arte, ocupaba un lugar similar al que ocupaba el hospital psiquiátrico en el sistema de salud. La performance debía ser visiblemente puesta fuera de norma, en el seno mismo de la bienal. La propia bienal alcanzaba a determinar sus espacios normados y sus espacios razonablemente puestos “fuera de norma”. La bienal normaliza lo que se escapa de la norma. En este sentido, es un buen espacio de reconocimiento e institucionalización artístico. Y el proyecto de localización de la Tercera Bienal así lo dejó establecido, distribuyéndose no solo en tres lugares fundamentales diferenciados, sino que cada lugar poseía un carácter “edificatorio” específico y extremadamente pregnante.

El primer lugar, el más eminente, fue el Banco Santander, en el centro de la ciudad. El segundo lugar fue la Ciudad de los Containers, montada en un parque en la ribera del río. El tercer lugar fue el Hospital San Joao, practicamente en los “extra-muros”. El Banco Santander –Santander Cultural- constituía desde ya, una intervención en la ciudad. Había sido la sede de un banco tradicional, pero adquirido por el banco Santander, este lo destinó para acoger su propio centro cultural. La bienal “intervenía una intervención”, que había nacido por efecto del desarrollo del concepto de “marketing cultural”. Siendo, la bienal, producto del mismo proceso, en términos formales interceptaba el propio concepto de cultura de una institución en cuyo programa de artes visuales no acogía, precisamente, obras incomodantes. Pero la bienal lograba acomodar la incomodidad, porque por definición se ha constituido en un espacio de “acomodación” cultural. En este sentido, opera en una línea muy sutil que concibe el paso progresivo y regresivo desde la acomodación a la reacomodación, reabsorbiendo la incomodidad, pero manteniendo su perfil.

La Ciudad de los Containers, en cambio, consistió en una adaptación de arquitectura ferial de emergencia, cuya eficacia ya había sido probada en otras latitudes. Pero implicaba, en cierto modo, someter a las obras a un dispositivo de “castración” modular, que en algunos casos favorecía a las obras y en otros, las sancionaba gravemente. Pero sin haberlo deseado, presentada un problema de formato museal temporal que uniformizaba las “instalaciones”. La Ciudad de Containers fue, de por sí, una “gran obra” institucional, independiente de las obras de los artistas, que debían luchar por que sus trabajos mantuvieran una prestancia mínima. Este Es un caso en que la musealidad de emergencia termina por determinar el estatuto de las obras, porque interviene fuertemente en los dispositivos de exhibición. No cabe duda que un dispositivo de exhibición Es, desde la partida, un forzamiento en la exhibitividad de las obras.

El Hospital San Joao, por su parte, no presentaba ninguna de las características de los lugares anteriores. Era, simplemente, un edificio en proceso de “ruinificación”. No era, formalmente, una ruina, sino un espacio en instancias de devenir una ruina. Y, por de pronto, compartía su carácter, con el del estatuto de los sujetos “arruinados” que acogía. Las relaciones entre ruina hospitalaria y ruina psíquica se establecían sobre una plataforma ideológica que diluía, por extensión, los tabiques de separación entre arte y “vida”. Pero se trataba, más que nada, de una “vida averiada”. De este modo, resultaría inquietante para este curador, constatar que los internos ambulatorios realizaban, “sin querer”, “coreografías encontradas” que poseían una densidad plástica que ponían en situación de crisis los proyectos performativos externos, fuertemente determinados por una “teatralidad” que, puesta en parangón con la “teatralidad de la locura”, se reducían en su carácter de obra. Esto hizo que el Hospital Sao Joao se convirtiera en un laboratorio de crítica institucional. Eso es el atributo, el logro, de una bienal, curatorialmente abierta.

El triángulo conceptual de la Primera Bienal había sido política, cartografía y constructivismo. A ello se agregaba una especial mención archivistica para recuperar tres situaciones: Tucumán Arde, la Escena de Avanzada, y, el homenaje a Mario Pedrosa. Respecto de este último, no se puede dejar de mencionar que siempre trabajó, en dicha bienal, el fantasma del Museo Allende. La Primera Bienal sería, pues, una bienal donde el archivo y la re-escritura estaban de privilegio. La Segunda Bienal significó poner orden en la fuga analítica. Había que congelar la reflexión histórica sobre el presente, a objeto de asegurar la estabilidad institucional de la bienal mediante un diseño que reparara a la comunidad local de las “agresiones” del primer curador. Pero la construcción de la figura de la “agresión” dibuja los limites del provincianismo en que se movilizaba un sector significativo de los agentes artísticos locales. De hecho, lo que hay que resaltar es el hecho de que el comité ejecutivo de la Primera Bienal sostuvo al curador hasta el final de su proyecto. Pero no le renovará el contrato para que dirija una segunda versión.

Ahora bien: uno de los gestos decisivos de la curatoría de la Segunda Bienal fue el de introducir la estabilización del proyecto, mediante la satisfacción de demandas locales específicas, trabajando una doble plataforma programática: por un lado, apertura formal, en los gal`pones de la usina de dragado del río, y, por otro lado, “marketing cultural”, produciendo una exposición sobre “Picasso en américa latina”, y, otra, patrimonial local, de Iberé Camargo. De qué satisfacer al comité ejecutivo. Aunque no por ello rebajar el carácter reflexivo de la apuesta: la exposición sobre Picasso, fue más que nada, una importante reflexión curatorial sobre el efecto cubista en la reconstrucción de los espacios modernos de la pictoricidad continental. Pero esto se debió, antes que nada, a la política de doble propósito que implementó Fabio Magalhaes como curador diplomático.

Sin embargo, el valor de la primera curadoría de Frederico Morais fue el de montar un diagrama que cerró un ciclo de lectura. Me explicaré más adelante. Baste, por el momento, reconstruir la postulación de su espacio de trabajo, en el que la comparecencia de un determinado numero de obras emblemáticas, se convirtió en un soporte de recomposición de lectura, en el sentido de combatir, con el propio diseño de la bienal, cierta oficialidad de la escritura del arte latinoamericano, producida preferente en los Estados Unidos, en el filo de los años 80´s. La ventaja de Frederico Morais consistió en hacer descansar el proyecto en la diagramaticidad de las propias obras consideradas. En este aspecto, me atrevo a afirmar que frente a la arremetida banalizadora de la analítica estadounidense, a través de las ya conocidas empresas curatoriales de esa coyuntura, el gesto de Frederico Morais resultó “sesentezco”. Es en esta perspectiva que sostengo que cerró un ciclo. Pero se trataba de un ciclo que no había tenido una lectura rigurosa por parte de la critica anglosajona. A dicha banalización programática, Frederico Morais respondió recurriendo a un “sesentismo” critico que tampoco había sido leído y apreciado en su valor.

En verdad, no se volverá a repetir la situación que permitió, por ejemplo, colgar a corta distancia, en una misma sala de la Bienal, destinada a exhibir la “vertiente política”, las obras de Alberto Greco de inicios de los 60´s, con las obras de José Balmes y Gracia Barrios de inicios de los 70´s, tensionadas por la proximidad de las obras de la Nueva Figuración argentina. Esta fue una intervención que permitió reponer la visibilidad de ciertas obras, en la trama de sus relaciones transversales. Estas eran unas junturas horizontales, estratificadas, que eran intervenidas en sentido vertical, por el ascensor que conducía a las cuatro plantas del edificio, en cuyo interior se instaló una obra del chileno Carlos Altamirano, que consistía, simplemente, en una grabación que a medio volumen, reproducía la pregunta, “¿Dónde están? ¿Dónde están? ¿Dónde están?” Ahora bien: esta obra permitía que el espectador fuese conducido a la sala en que se colgó una serie pictórica muy narrativa, de Joao Camara Filho, “Escenas de la vida brasilera” (1989). Es decir, una obra calificada de conceptual conviviendo con una pintura narrativa, producidas en una coyuntura similar, referidas a complejas tramas de producción histórica: uno, teniendo como fondo simbólico e imaginario, la dictadura militar chilena, el otro, teniendo como fondo análogo, la epopeya del “getulismo”. Podría decir que desde éste ultimo, se planteaba un exceso de narración, mientras que en Altamirano, se sostenía el deseo de narrar; pero para esa narración, faltaban los nombres de referencia. He ahí instalada la necesidad de una vertiente cartográfica, en esa bienal. Pero se trataba de una cartografía de problemas, mas que de un mapeo de nombres de artistas. Este es tan solo un ejemplo de junturas y articulaciones de efectos que se estructuraban por el solo hecho de comparecer en un gran bloque denominado “vertiente política”. Es desde ya sorprendente, dicha denominación, en la coyuntura teórica de fines de los 90´s, después de una década de consumo de teoría post-moderna de procedencia estadounidense; es decir, la subordinación interpretativa de la práctica artística a la ficción académica de los estudios culturales.

Es preciso ahondar en los términos. Frederico Morais, en la introducción del catálogo, en una introducción que tituló sugestivamente “Reescrivendo a historia da arte latinoamericano”, planteó la necesidad de recuperar las tres “vertientes” ya mencionadas, en la producción del arte del cono sur: una vertiente política, una vertiente cartográfica y una vertiente constructiva. El empleo de cada una de estas nociones conducía a la recuperación de un movimiento de producción textual aluvional, de una cuenca semántica que es dable llamar todavía, en esta coyuntura, “arte latinoamericano”. Por cierto, esta denominación nos resulta formalmente insuficiente; pero es la única que tenemos y la usamos a sabiendas de sus insuficiencias epistemológicas. Somos especialistas en trabajar productivamente con las mermas.

Debo mencionar aquí a Cuahutemoc Medina, quien en el debate organizado por ARCO (Madrid) en febrero de 1997 –esto es, en el momento en que se desarrollaba el trabajo del equipo curatorial que acompañaba a Frederico Morais en Porto Alegre, ya señaló la necesidad de seguir empleando el término, por la utilidad que todavía brindaba, estando todos nosotros concientes de la insuficiencia designativa.

Ahora bien: al plantear Frederico Morais la existencia de vertientes a recuperar, en sus fuentes pragmáticas (obras) y documentales (archivo), no dejaba de instalar en el seno de la propia producción critica brasilera un elemento polémico de carácter estratégico. La posición de Frederico Morais sería implícitamente criticada por las nuevas prácticas curatoriales que se habían venido consolidando en el espacio paulista y carioca de la última década.

Mientras la Bienal de Mercosur está en plena producción, Paulo Herkenhoff se hace cargo de la XXIV Bienal de Sao Paulo. Este es un aspecto que no ha sido suficientemente estudiado: a saber, que en una misma coyuntura, 1997-1998, el espacio brasilero se puede permitir dos grandes producciones enunciativas, que tendrán importantes efectos en la recomposición del campo curatorial latinoamericano. Sus efectos apenas han sido recuperados por las empresas discursivas externas. Los encuentros de ARCO en 1997 y 2000, sobre la posición del arte latinoamericano, no han considerado, a sabiendas, la experiencia diagramática de estas dos bienales en la recomposición de su propio discurso sobre arte latinoamericano.

El gran error estratégico de la crítica española que se ocupa del “tema del arte latinoamericano” ha sido el de construir una representación a la medida de los intereses expansivos de su propia industria curatorial-editorial, sin siquiera haberse tomado el trabajo de inventariar y dimensionar las producciones de instituciones locales; es decir, zonales. Hay una manera de complementar los viajes: esta es la lectura de las producciones locales. Muchas veces, los viajes sirven para aprender a conseguir la información. No todo está en Google. Me refiero aquí al hecho político de omisión del efecto recomposicional de las bienales ya señaladas.

No cabe duda que la hipótesis de Paulo Herkenhoff (5) acerca de la densidad plástica brasilera, obliga a reconsiderar las relaciones de transferencia informativa desde el diagrama de la antropofagia y del canibalismo. Sobre todo, si ponemos en relación esta opción, con lo que había sido el partido curatorial de la bienal anterior, que operaba poniendo a circular “la desmaterialización del arte”, como una carta de inscripción institucional de la Bienal de Sao Paulo, en el debate clásico del “mainsteam”. Respecto de eso, formular una hipótesis acerca de la densidad plástica brasilera, como criterio de convocatoria de las obras, implicaba poner a la escena brasilera en el centro de la productividad analítica, que podía ser leída, incluso, como un acto de “máxima pedantería institucional encubierta”, logrando en términos conceptuales, lo que la Muestra del Redescubrimiento jamás pudo lograr: la representación de la supremacía brasilera en la producción artística latinoamericana. Bajo ese aspecto, para nosotros, era mucho más inquietante la XXIV Bienal que la Muestra del redescubrimiento, porque esta última estaba sancionada por la “espectaculrización”, mientras que la primera ensayaba un dispositivo conceptual de mayor rentabilidad analítica, que enfatizaba en la cuestión del “método”. Es decir, definir la “voracidad” como un terreno de relaciones entre las escenas plásticas de un mundo capitalista post-moderno con las escenas plásticas de un mundo tardo-capitalista experimentando acelerados procesos de post-modernización, en instancias de no agotamiento de sus modernismos diferidos, constituía de por sí, una producción institucional que marca, en la historia de la Bienal de Sao Paulo, un antes y un después.

El diagrama de la XXIV Bienal de Sao Paulo plantea a la “historia de la historia” del arte, suficientes problemas metodológicos que no pueden ser disueltos mediante el recurso a los juegos de visibilidad astronómica. Ya se habrán enterado: me refiero a los efectos encubridores y desplazatorios de una exposición como “El final del eclipse”, producida desde el espacio crítico hispano, en el 2001. Ciertamente, la metáfora del eclipse resulta insuficiente en la medida que no considera las condiciones de permanencia de su historia pasada. La decisión de disolver la noción de arte latinoamericano, al margen del reconocimiento de las dificultades institucionales y de los obstáculos epistemológicos levantados por las estéticas de la generalidad, constituyen un acto de política discursiva que no puede disimular un objetivo académico sub-colonial, destinado a ponernos en la vía correcta.

Por mi parte, me parece necesario recordar este planteo, en relación a la crítica que he formulado a la exposición que José Jiménez ha organizado bajo el título El final del eclipse, y que ya se ha presentado en Madrid, Badajoz y Ciudad de México, desde septiembre del 2001 (6). Este es un punto problemático y complejo en las relaciones entre la critica latinoamericana y la critica española. Me resulta ejemplar la distancia abismante entre la posición sostenida por Frederico Morais, en octubre de 1997, y la posición enarbolada por José Jiménez en la introducción de su curatoría del 2001. Aquí tenemos, el programa de una bienal reflexiva contra el programa de una itinerancia que disuelve la memoria textual producida, en este continente, durante la última década, al menos.

No es mi propósito comparar producciones institucionales que no se pueden comparar. Mientras una bienal es un monumento social; una exposición itinerante solo satisface las exigencias de una “fuerza de tareas”. Pero cabe preguntarse por la estrategia en la que dicha fuerza de tareas se inscribe. Es decir, resulta más que necesario realizar el análisis de las operaciones de una fuerza de tareas en este terreno curatorial, ya que nos permite reconstruir cuales son los objetivos generales del estado mayor que las define. En verdad, no es preciso realizar un trabajo de inteligencia encubierto; basta con leer las operaciones y los movimientos que han ocurrido entre 1997, fecha de la Primera Bienal del Mercosur y diciembre del 2002, fecha de la realización de la exposición “Cinco versiones del Sur”, en el Museo-Centro de Arte Reina Sofía. Es preciso leer la reconstrucción del trato de crítica hispana de esta producción; trato sintomatológico, que nos debiera proporcionar elementos de calificación sobre cual ha sido la recepción, en el espacio curatorial y universitario hispano, de los textos elaborados por la critica latinoamericana, particularmente asentada en el cono sur. En relación a esas recepciones, no me queda sino leer, desde nuestra plataforma de trabajo crítico, una exposición como “El final del eclipse”, en términos de una paradigmática enunciación correctora. Se trata, pues, de una “fuerza de tareas” que viene a poner orden en el terreno del discurso. Pero no tomaré la defensa de la operación total de “Cinco versiones del sur”. Ha habido, en su diseño, desconocimiento de los activos discursivos de las tres primeras bienales del Mercosur y de la XXIV Bienal de Sao Paulo. La paradoja consiste en que ya, en el propio equipo curatorial de “Cinco versiones de sur”, se había instalado la no-lectura. Justamente, por un asunto de competencia, de influencia discursiva. No es este el lugar para realizar el análisis de dicho enunciado. Pero repito su necesidad. Solo me permito adelantar que el gesto corrector de José Jiménez, parece, en parte, justificarse. Pero su gesto se hace legible en su total dimensión, solo en el seno de una disputa intra-peninsular. La fuerza de tareas, en verdad, no tiene como objetivo corregir nuestro discurso, en el seno de nuestros propios debates locales. ¿A quien le interesa venir, a estos confines, a discutir sobre infraestructura artística? Lo que interesa es ampliar espacios de circulación editorial y consolidar plataformas internacionales para estrategias de exportación académica. Las exposiciones/fuerzas de tarea a que me refiero apuntan a corregir el efecto de distorsión que la modalidad de arribo e instalación de un cierto tipo de crítica latinoamericana ha realizado en el propio espacio discursivo español.

Demasiada critica sin fundamento epistemológico suficientemente probado ni garantizado por las “estéticas de la plomada” y poca filosofía vigilante, sería uno de los ataques directos en contra de la critica latinoamericana. Pero aquí, José Jiménez se arriesga de disparar al bulto, por omisión del estatuto de los discursos que desestima, sustituyéndolos por el relato de escritores. Esta es la operación que realiza en el catálogo: sustituye la escritura de la critica por la escritura de la filosofía y de la literatura. Este gesto sustitutivo resulta políticamente regresivo, puesto que desconoce que la critica latinoamericana se ha constituido en una lucha contra el discurso previo de la literatura, como “filosofía segunda”. José Jiménez nos señala un modo de determinar la consistencia de los conceptos que sostendrían un diseño curatorial. A fin de cuentas, la exposición termina por no importar. Retengo la agresiva sustitución regresiva del discurso de una critica que ha logrado instalar una agenda de problemas históricos que el propio ejercicio de la historia del arte no ha estado en medida de abordar. Y en nuestro terreno, ese activo discursivo ha sido puesto en operación gracias a la existencia de algunas bienales. En concreto, la Bienal de Sao Paulo.

A lo anterior, de debe agregar que en la última década, a la Bienal del Mercosur, se le ha sumado la Bienal de Lima y la Bienal de las Américas-Ceara. Recuerdo la exactitud del discurso de Rosa Olivares en el coloquio de cierre de la Primera Bienal del Mercosur. A su juicio, estabamos asistiendo a un exceso de bienales en el mundo. Y tenía razón, además, en el hecho de que finalmente, el público específico de estas bienales era siempre el mismo, constituido por los mismos críticos y curadores que se desplazaban, de coloquio en coloquio, como una secta de predicadores de nuevo tipo. Esto ultimo se lo he agregado yo. Pero por un lado, es cierto que hay demasiadas bienales. Esto ya constituye un objeto de estudio: la inflación de las bienales, en la última década. Esto se conecta con la inflación de centros de arte contemporáneo en la década anterior. O con la proliferación de museos de arte contemporáneo en la última treintena.

Ciertamente, se debe resituar la reflexión sobre las bienales. La hipótesis de Rosa Olivares posee el valor de designación de un modelo de bienal específico, que se ha convertido en un “bien de servicio” de la ciudad global. En ese sentido, se trata de bienales que riman las estrategias de mercadeo de las grandes cadenas hoteleras, de modo que se esté donde se esté, se tenga la impresión de que se está siempre en casa. Es decir, en el “mainstream”. Pero al hablar de la “casa del arte”, hay tantos modelos de bienales como planes de urbanización; es decir, de especulación inmobiliaria. Y las bienales a las que me he referido, a título ejemplar, son estructuras que producen un diseño de institución que combina los intereses del mercadeo cultural con los intereses discursivos de los grupos decisionales del arte, desde galeristas a coleccionistas, pasando por curadores, críticos e historiadores, que operan en sociedades tardo-capitalistas de crecimiento crítico.

Sin embargo, después de los incidentes en torno a la curatoría de la XXV Bienal de Sao Paulo, ha quedado demostrado que los grupos de inversión configuran por si solos un nuevo bloque discursivo, que necesitan curadores ideológicamente más dóciles para llevar adelante sus proyectos. Finalmente, una bienal resulta ser un complejo de inversiones demasiado importante como para dejarlo estrictamente en manos de los curadores. A tal punto, que los inversionistas son quienes hoy, directamente, ejecutan la “curatoría de facto” de una bienal. Al fin y al cabo, después del exceso diagramático de la XXIV Bienal, la disputa por el poder se hizo visible como nunca antes, en la historia paulista del arte: la bienal siempre fue el escenario de una disputa por la hegemonía de la vanidad social estructurada. Y las disputas de la XXV Bienal no hicieron sino sintomatizar el rol de las disputas entre dineros viejos y dineros nuevos en la estructura de la Fundación, que se ha convertido en un monumento institucional (7).

Por cierto, no habría arte brasilero contemporáneo sin la existencia de la Bienal de Sao Paulo. Adquirir valor monumental significa definir las coordenadas para el desarrollo de la densidad artística en el seno de una formación artística determinada. Esa es la razón de porqué la cuestión del poder, en esa bienal, es un asunto fundamental, porque no solo tiene que ver con el arte, sino con la representación simbólica que de sí misma se construye la fracción de clase que ejerce allí su hegemonía.

En el marco anteriormente descrito, una bienal como la de Sao Paulo exhibe la voluntad de internacionalización de su sistema local de arte. En relación a esta voluntad de internacionalización, la Bienal del Mercosur resulta convertida en una estructura de efectos zonales, que está destinada a satisfacer el deseo de la comunidad porto alegrense de vivir la ficción de un internacionalización directa, de la región de un país, hacia el mundo. Una situación análoga tendrá lugar con la Bienal de las Américas, en Ceara (Fortaleza). Ambas estructuras están destinadas a recomponer las fuerzas de las instituciones de inscripción artística, primero que nada, en la escena brasilera. Ambas bienales compiten por una visibilidad internacional directa y de corto plazo, importando desde Sao Paulo toda la experiencia de producción museográfica y de gestión internacional de exposiciones. Debemos realizar estudios sobre el impacto educativo y sobre los efectos que cada una produce en las escenas artísticas locales. Es preciso determinar en qué coyunturas intelectuales e institucionales emergen y a qué intereses obedecen. Si no estudiamos la filiación de sus intereses no estaremos en la vía de entender sus efectos como monumento social de nuevo tipo, mediante el cual, una ciudad, una determinada formación artística, sanciona la solidez constitutiva de su propia paradoja identitaria.

Si hay exceso de bienales, ello puede ser porque hay falta excesiva de otra cosa, que la existencia de una bienal termina por nombrar de modo elusivo y sutil. Me parece que esa es la condición que he descubierto en la existencia y en la gestión discursiva de las bienales que he señalado. Justamente, porque una bienal, bajo estas condiciones, se revela como un lugar de memoria del arte, pero sobre todo, como un espacio de inventario de la producción artística en un momento determinado del desarrollo de una escena, sin dejar de proyectarla a un tipo de intervención espectacularizante que introduce un nuevo género en los formatos de la industria cultural, comprometiendo la imagen corporativa de una ciudad y de un país.

NOTAS
1 Al respecto, me resulta particularmente esclarecedor el capítulo que Andrea Giunta ha destinado a analizar el caso de la Bienal Americana del Arte (Kaiser), que se realiza en tres ocasiones en la ciudad de Córdoba, Argentina, en la segunda mitad de los años 60´s.
2 No resulta casual que en los debates que tienen lugar luego de la inauguración de la Segunda Bienal del Mercosur, Jorge Glusberg, curador del envío argentino, haya criticado duramente la curatoría de Frederico Morais, sosteniendo que se había equivocado de rumbo. A juicio de Jorge Glusberg, una bienal n o está para reflexionar sobre la historia pasada, sino que es un espacio para pensar y producir el futuro del arte. Pero tal disyuntiva, pronunciada en 1999, no hacía justicia al tenor del debate realizado en 1997, en el cual Glusberg no estuvo presente, porque no había sido el curador del envío argentino.

3 La indignación alcanzó ribetes inusitados, llegando a sostenerse, en medios universitarios, la incompatibilidad de emplear dinero brasilero para elegir a un artista extranjero (argentino) como emblema de la bienal.
4 Lo anterior nos señala que entramos en un terreno ineludible: la fragilidad de algunas estructuras de bienales que dependen de la correlación de fuerzas políticas en cada ciudad, sobre todo en el caso de bienales de reciente data. Lo menciono a propósito de la Bienal de Lima, que alcanzó a producirse en tres ediciones. Fue organizada por la Municipalidad de Lima y permitió una significativa visibilidad del arte peruano contemporáneo. Pero esta bienal estuvo vinculada a los planes del alcalde Andrade en la recuperación de ciertos lugares claves del centro histórico. Pero recientemente, una vez finalizada su gestión municipal, el nuevo alcalde, en una de sus primeras medidas, canceló la edición de la bienal, provocando una airada ola de protestas en la escena plástica peruana, a tal punto que se vió obligado a reponer la iniciativa. Estaremos atento al desarrollo de los acontecimientos.
5 HERKENHOFF, Paulo. Introduçao geral. XXIV Bienal de Sao Paulo, Núcleo Histórico: Antropofagia e historias de canibalismos. Sao paulo, 1998.
6 MELLADO, Justo Pastor. De un modo elusivo y sutil, arte político… www.justopastormellado.cl / (Ver sección Ediciones Digitales).
7 FARIAS, Agnaldo, Discursos discretos, intervenciones imperceptibles, movimientos sutiles (Comentarios sobre algunas obras realizadas a la sombra de los espectáculos), In IV Simposio Internacional – Diálogos iberoamericanos, Generalitat valenciana, Subsecretaría de promoción cultural, 2003, pag.88: “Es estrictamente necesario pensar en la Bienbal de Sao Paulo bajo la perspectiva de su paso hacia un evento con un inmenso potencial a ofrecer en lo que se refiere a dividendos extra-estéticos. Cuadro donde encaja la disputa entre los dos banqueros –Edmar Cid Ferreira y Milú Vilela- para dirigirla, y que fue la responsable de llevar a la Institución a una crisis considerable”.

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